Opinión

La solución federal

A unos les gusta y a otros les disgusta, pero a nadie debería sorprender que la gobernabilidad de España esté hoy en manos de esa parte de los catalanes (la mitad) y de los vascos (dos tercios) que rechaza el actual marco territorial y aspira a la secesión. No puede sorprender porque llevamos siglos así, siglos de tensiones centro-periferia con hitos como los decretos de nueva planta, la frustración del proceso constitucional federalista de la I República, la “galeusca” de los años treinta o los pactos constitucionales de 1978 seguidos de la inmediata interpretación cicatera de la nueva carta magna mediante la infame LOAPA. No cabe llamarse a la sorpresa por la peregrinación de toda una vicepresidenta del gobierno a Bruselas para verse con Puigdemont, cuando más de quince países europeos y occidentales les han permitido libre tránsito e incluso residencia a él y a sus compañeros del gobierno depuesto por decisión extraordinaria de Mariano Rajoy en la noche del 1 de octubre de 2017. No es posible sorprenderse, otra cosa es enfadarse, y eso lo hacen siempre muy bien todos los nacionalistas, ya sean españoles, catalanes o de Papúa Nueva Guinea. Y una vez superada la tentación absurda de sorprenderse, cabe, por el contrario, reflexionar y buscar salidas. Más allá de la amnistía como salida al embrollo jurídico creado por un procerdimiento imposible de convalidar en la mayor parte de los países similares a España (se negó el juez natural, se vulneraron fueros, se admitió como parte del pleito a oponentes políticos, etc.), lo que hay que buscar ahora es una salida política a un problema que también es político: no meramente burocrático ni judicial, no abordable solamente en esas claves, sino político.

España es una realidad compleja que requiere un marco de gobernanza complejo. Con enorme diferencia sobre cualquier otro, el sistema federal (pero el de verdad) es el que mejor atiende y vehicula esa complejidad. Ya lo vieron así Castelar y los demás dirigentes políticos de 1873, pero ciento cincuenta años más tarde seguimos igual. Vox alerta de un golpe de Estado desde La Moncloa, el mismo Vox que apoya a Trump y no vio un golpe de Estado desde el Despacho Oval el 6 de enero de 2021, pese a que en ese caso sí se rompieron más que papeleras y hubo muertos al allanarse salvajemente el parlamento. Nuestro marco territorial, recogido por el Título VIII de la Constitución de 1978, ha servido para ganar tiempo, cuatro décadas y media. Pero ha recrudecido la tensión centro-periferia. Cada transferencia de una competencia a las comunidades autónomas era percibida por las élites estatistas del centro como una amputación. Cada reforma de un estatuto de autonomía acababa en el Constitucional, llegándose a la aberración del caso catalán, que dio origen al “procés”. ¿Cómo es posible que un nuevo estatuto aprobado por el parlamento catalán, por la población en referéndum legal e incluso por las Cortes tras enmendarlo, se vea después “retocado” por ese órgano nombrado políticamente y ajeno a la carrera judicial, máxime cuando otros estatutos sí mantuvieron artículos que en el caso catalán se borraron? ¿De verdad puede sorprender a alguien, si deja de lado su emotivo nacionalismo centrípeto, todo lo que vino después?

Hay que mirar adelante. Debemos dejar de ser el único país occidental donde, existiendo un fuerte conflicto de adscripción territorial, sólo se ofrece a la parte discordante allanarse o alzarse en armas. La vía de independencia de Eritrea, en los años noventa, fue armarse hasta los dientes, guerrear con Etiopía y tomar la capital de ese país para derrotarlo y obligarle a firmar la secesión. Un país democrático, enraizado en la lógica de la Ilustración liberal, no puede decirle a una parte de su población “o me vences por las armas o te aguantas como estás para siempre”. ¿Qué clase de barbaridad es esa? ¿Queremos ser como Etiopía o como Canadá? El gran pensador liberal Ludwig von Mises ya escribió en 1919 y reiteró en 1944 que “un país no puede decirle “me perteneces, no te dejo marchar” a una provincia suya”. Estableció criterios para encauzar estas cuestiones mediante el derecho a la autodeterminación de los “distritos concatenados” que mayoritariamente quieran cambiar de Estado o montar uno propio. Los liberales y libertarios no adjudicamos ese derecho a los “pueblos” ni “naciones” sino al individuo, aunque es obviamente uno de los derechos cuyo ejercicio es (por el momento) inevitablemente grupal. Canadá ha desarrollado esa lógica con su “Ley de Claridad” que encauza tales procesos. Bélgica supo federalizarse (y es una monarquía). Finlandia supo dar autonomía real a las Islas Aland y no nuestra “achicoria para todos”. Escocia ha podido votar. La vía represiva ni basta ni está a la altura de un país como España. Sepamos resolver el problema con un federalismo tan audaz y profundo que asombre a los otros países. A la vez, establezcamos cauces garantistas y civilizados para las propuestas de secesión, no mera cerrazón. Quizá esa doble estrategia evite aún lo que hoy parece inevitable en el medio-largo plazo.

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