Opinión

Más allá de los indultos

Indultar a los presos del procés será seguramente una necesidad de Sánchez para agotar la legislatura y no verse abocado a convocar elecciones en su momento más bajo de apoyo social, tras el varapalo inmenso de los comicios madrileños; pero es también, objetivamente, una necesidad de España. No sólo es necesario para resituar el problema del encaje territorial de Cataluña como un problema político que debe tratarse por medios políticos, sino también para enderezar la proyección exterior de España. Hasta siete países europeos le sacaron los colores a nuestro gobierno en los meses posteriores a los acontecimientos de 2017. Suiza ampara en su territorio a dos políticas independentistas. Bélgica a varios más, incluido el ex presidente Puigdemont. Gran Bretaña también ofrece santuario a una ex consejera. Alemania se negó a entregar al líder secesionista a España. Finlandia, Suecia y Dinamarca le dejaron atravesar su territorio sin detenerle. En varios países más se han producido visitas de algunos de los dirigentes del procés para dar conferencias o participar en eventos diversos. Todo eso no es casual y obedece sin duda a una coordinación europea para presionar a Madrid. Y es normal que así sea. Las imágenes espeluznantes del 1 de octubre de 2017, retransmitidas en vivo por decenas de cadenas internacionales de televisión, pasarán sin duda a los libros de historia como una página muy negra de la España democrática. En los países libres no se reprime a los ciudadanos por votar, ni se condena a más de diez años de cárcel a alguien por supuesta sedición sin haber pegado un solo tiro ni haber realizado acto alguno de fuerza. En 2017 nuestra democracia se quedó muy corta. No habíamos aprendido nada de Finlandia ni de su solución para las Islas Aland, el mayor grado de autonomía política del mundo. Tampoco de la gestión belga de las enormes desavenencias entre flamencos y valones, que dieron lugar al que seguramente sea el marco político más federal de Europa. Y nada aprendimos de la gestión civilizada de Quebec y Escocia, con referendos legales realizados por los propios gobiernos canadiense y británico. Suspendimos esta “prueba del algodón” que la historia nos puso hace cuatro años. Y la suspendimos porque en nuestro país persiste un nacionalismo centrípeto hipersensible, y particularmente presente, además, en la élite de nuestra judicatura, una casta bastante cerrada y bastante nacionalista. En Europa alucinan con lo que pasó en 2017 y, sobre todo, con la sobrerreacción oficial y con la visceralidad popular que se desató.

Pero los indultos no cierran nada: abren la posibilidad, todavía remota, de un acuerdo político global para que el conflicto entre dos mitades de Cataluña pueda resolverse y, como mínimo, gestionarse desde la racionalidad. El grave error de los independentistas es pretender la secesión cuando la sociedad está partida en dos frentes antagónicos por esta cuestión. Estaríamos en un escenario completamente distinto si un sesenta o setenta por ciento de los catalanes estuvieran completamente decididos a separarse. En ese caso la presión europea les acompañaría, como vimos en Eslovenia y, después, en las demás repúblicas de la zona. La precipitación del independentismo catalán es tan gruesa y suicida que algún mal pensado podría creer que sus líderes fueron sobornados para incurrir en ella y, así, impedir en realidad que el procés prosperase. Sin embargo, y salvo que la sociedad catalana evolucione de forma opuesta a la de las últimas décadas, todo indica que esa mayoría social cualificada sólo es cuestión de tiempo. Cada nueva cohorte de jóvenes electores aporta un contingente de voto masivamente partidario de la secesión. Desde la óptica española, si por una vez se piensa con la cabeza y no con las tripas, lo que toca es dejar de imponer y empezar a seducir. Y eso pasa por hacer innecesaria la independencia a ojos de, al menos, una parte sustancial de sus actuales partidarios. Innecesaria, no imposible. ¿Cómo? Pasando del agotado modelo de “café para todos”, ese pseudofederalismo autonómico que en realidad no confiere a nadie suficiente autogobierno, a un marco realmente federal, con elementos de las Islas Aland, de Bélgica, de Suiza, de Canadá, de los Estados Unidos… Un federalismo auténtico, profundo, sincero y transparente, que obviamente pasa por competencias plenas en materia de fiscalidad, no sólo para Cataluña sino para que todas las comunidades puedan establecer su rumbo, cooperar y competir lealmente. Y habrá que reformar el Senado para que de verdad sea una cámara de la concordia entre territorios federados, y no la cámara del temido 155.

La prerrogativa de gracia corresponde en todo el planeta al poder ejecutivo. Podrá gustar más o menos, pero es legítima y su aplicación en este caso es más que oportuna. Tiene gracia que el Supremo ponga el grito en el cielo. Ese mismo tribunal pidió el indulto para Tejero, que sí había disparado y secuestrado. No se le indultó pero se le dio el tercer grado penitenciario. Y ese mismo tribunal informó a favor del indulto a Barrionuevo y Vera, que habían dirigido una banda armada que también disparó y secuestró, y quedaron libres. Así que no vale ahora rasgarse las vestiduras. Sí, nuestra judicatura parece tener varas de medir que dependen de sus pasiones, y la pasión nacionalista es una de las más bajas, pero también de las más extendidas entre todos los actores de este arcaico teatrillo de patrias y banderitas, a ambos lados del Ebro.

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