Opinión

La memoria histórica de Putin

Acostumbra Putin a humillar a los dignatarios de Europa Oriental forzándolos, cuando visitan Moscú, a rendir pleitesía a los iconos de la época comunista. Viktor Orbán, sin duda el más aventajado de los tránsfugas de la UE seducidos por el modelo autoritario ruso, no tiene empacho en acomodarse al teatro que haga falta y después celebrar tranquilamente en Budapest, con los fastos de rigor, el aniversario de la malograda revuelta popular húngara contra el imperialismo soviético. A otros les cuesta más digerir el precio cultural, histórico, del cambio de alianzas y la subordinación al Kremlin de Vladimir Putin. En Polonia parece impensable, porque es todavía enorme el justificado rencor popular frente a Rusia, y sin embargo es también amplísima la similitud de planteamientos de la derecha radical gobernante con la casta de poder rusa. El problema es que en toda Europea esa nueva derecha radicalizada en lo cultural coincide plenamente con el modelo de gobernanza desarrollado por Putin: hegemonía de un partido de Estado, glorificación de un líder de larga permanencia, minimización del pluralismo político, relativización de la separación de poderes, inducción estatal de un conjunto de valores sociales mediante ingeniería social, reversión de los avances del individualismo político, social y moral de las últimas siete décadas, reconfesionalización de los países, glorificación neovolkisch de las tradiciones y rasgos etnoculturales arcaicos, aversión a lo extranjero, subordinación de la economía (sobre todo del comercio) a los intereses “nacionales”, y favoritismo oficial evidente a toda una casta empresarial estrechamente conectada con el poder político en detrimento de cualquier otro agente económico autóctono o, sobre todo, foráneo.

Más allá del antiguo Telón de Acero, sólo las tres repúblicas bálticas y Rumanía parecen, hoy por hoy, vacunadas contra los cantos de sirena del Kremlin. Es demasiado doloroso el recuerdo que tienen de Rusia, o demasiado intenso su anhelo de afianzar su incorporación al Occidente político y a su marco metaideológico. El resto de países de la zona están con nosotros pero tienen un pie en el reverso tenebroso moscovita. A las élites les fascina Putin y les tienta copiar su modelo.

Putin acaba de condenar como “agentes extranjeros” al grupo Pussy Riot y a otros críticos de su régimen autoritario. La práctica totalidad de los intelectuales rusos se encuentran en el exilio, incluyendo al ajedrecista Garry Kasparov, que preside la potente Human Rights Foundation. El líder de la maltrecha oposición real, Alexéi Navalny, se pudre en la cárcel tras haberle intentado matar Putin mediante su método favorito: el envenenamiento que padecieron años atrás la periodista Politkovskaya y otros disidentes. Ahora Putin, mientras prepara la invasión de Ucrania, ha destruido de un zarpazo a la última organización de Derechos Humanos que le molestaba, Memorial. Esta entidad fundada por el gran Andréi Sajarov recogía y documentaba las atrocidades del comunismo, y eso indigna al régimen. La teoría del oficialismo ruso es que todo lo grandioso del pasado, tanto zarista como soviético, debe leerse en clave positiva pese a las contradicciones. La metaideología del poder ruso actual es el nacionalismo, y la coherencia no le importa: la Historia es un juguete orientado a justificar el presente y el modelo de futuro diseñado por la élite gobernante. No hay lugar para la autocrítica nacional ni pedestal para los disidentes de antaño, no sea que inspiren a los de hoy. A Memorial se le ha convertido en “agente extranjero”, exigiéndosele autoetiquetarse así en sus eventos públicos. Pero poco ha durado esa exigencia, porque enseguida se ha procedido a su simple disolución y prohibición. Poca broma con Putin.

No pasará de anécdota la eliminación de Memorial en Rusia, como no pasan la “muertes civiles” de miles de activistas opositores para evitar que puedan concurrir a los procesos electorales de cartón piedra. Otra voz más que silencia el Kremlin. Van muchas, no es noticia. Lo grave, lo realmente grave, es la inacción europea y estadounidense. Rusia tuvo una ventana de Overton que no quiso aprovechar. Durante unos años después de 1991 pudo incorporarse a Occidente, que es donde culturalmente pertenece, y no como un miembro más sino como una de sus cabezas principales junto a Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Por extensión y peso político y militar, Rusia habría coliderado el bloque geopolítico emergente del fin de la Guerra Fría. Se negó. Cerró esa ventana de un portazo y echó la persiana. La élite creyó que saldría perdiendo, y se aferró a la idea de hacer el cambio sola, condenando al resto de la sociedad a una transición económica lentísima y a no alcanzar jamás los niveles de desarrollo ni de libertad personal occidentales. Rusia se desembarazó del fugaz yeltsinismo y abrazó el putinismo para recuperar la Guerra Fría, el delirio geopolítico de Eurasia, el conservadurismo moral, el intervencionismo económico y el autoritarismo político. Y ahora esparce cuidadosamente toda esa pestilencia sobre nosotros, alentando y apoyando simultáneamente a regímenes y partidos de extrema izquierda y de extrema derecha, desde Maduro a Orbán. Ahora el problema ya no es sólo Putin sino también los Hijos de Putin, que están arraigando entre nosotros y que, a juzgar por las encuestas (incluso las españolas), son legión: toda una aterradora quinta columna en las democracias liberales occidentales.

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