Opinión

Lo de Perú puede pasar en España

Aunque todavía quedan recursos pendientes, parece claramente inevitable la asunción de la presidencia peruana por parte del candidato populista Pedro Castillo. La limpieza con la que se han desarrollado los comicios, a juicio de todas las organizaciones internacionales que han enviado observadores, hace virtualmente imposible un cambio de esta situación. La candidata alternativa, Keiko Fujimori, tiene unos setenta mil votos menos. Son pocos en un total de más de dieciséis millones, pero suficientes para hacer irreversible el resultado. Fujimori impugnó in extremis el escrutinio pidiendo la anulación de unos doscientos mil votos, sobre todo de las comunidades indígenas, pero sin aportar pruebas suficientes de sus alegaciones. Esto ha encendido los ánimos de esas comunidades, que además son en un alto porcentaje favorables a Castillo. Lo que ha sucedido en Perú es un fracaso, sobre todo, de la oposición. Volver a apostar por la hija del corrupto más ilustre del país no podía traer nada bueno. Ante el tsunami populista, todos los demás candidatos de la primera vuelta se aprestaron a apoyarla, con el alma en vilo pero con muchísimo escepticismo. En realidad, si hubiera ganado Fujimori, poca diferencia real habría con lo que ahora se le viene encima al país sudamericano. La única diferencia sustancial habría sido el indulto inmediato que había anunciado para su padre, porque Keiko se habría entendido perfectamente con personajes como el mexicano López Obrador o el argentino Fernández. Ahora será Castillo quien ejerza ese papel, desde la cuidadosa teledirección tutelada de los chavistas.

Es la segunda gran mala noticia que nos da América Latina en estos últimos meses, después del regreso del chavismo al poder en Bolivia. Pero más allá de estos cambios concretos de gobierno, lo realmente preocupante es el fenómeno de convergencia entre populismos, que ya es una realidad inocultable en todo el subcontinente. El auge de los populismos de extrema izquierda, cocinado a fuego lento durante décadas por el Foro de Sao Paulo, no es un fenómeno lineal. En países como El Salvador de Nayib Bukele o, ahora, el Perú de Pedro Castillo, asistimos a una hibridación de lo peor de ambos mundos: socialpopulismo en lo económico (es decir, intervencionismo estatal de izquierda o extrema izquierda) y nacionalpopulismo en lo moral (es decir, un regreso incomprensible a posiciones ultraconservadoras en materia de libertades personales, bioética y otros campos). No es algo especialmente novedoso, en el fondo: basta recordar el primer chavismo y los posicionamientos hiperconservadores y confesionales en materia moral de gran parte de los seguidores de Hugo Chávez. Lo nuevo es el descaro con el que esta hibridación se produce ahora. Es como si hubiéramos regresado, salvando las distancias, al primer peronismo, con esa mezcla explosiva de socialismo de izquierdas y socialismo de derechas (más conocido como fascismo). Pedro Castillo es extremadamente beligerante en sus posiciones conservadoras en materia de drogas, matrimonio igualitario o interrupción del embarazo, entre otras. Esto no parece ser una estrategia de marketing derivada de la idiosincrasia cultural de su electorado principal, que es rural y sobre el que pesa una fortísima influencia tradicionalista o eclesiástica. Más parece una convicción profunda de Castillo y de toda la plana mayor de su movimiento. Pero a la vez, Castillo representa la pura ortodoxia chavista en economía y en política exterior, con su pasión por las expropiaciones, su venganza social frente a los “ricos” y su ansia de planificarlo todo y nacionalizar lo que pueda.

Es curioso que esta fusión entre populismos ocurra justamente cuando la derecha latinoamericana parece haberse olvidado de la economía para centrarse en su obsesión por la llamada “batalla cultural”. Qué inmenso error, porque a esta nueva hornada de la izquierda regional no le cuesta nada asumir el retorno a valores conservadores si ello le garantiza lo que le interesa, que es asumir el control del Estado. Deberían reflexionar muchos liberales y conservadores de aquel lado del Atlántico, pero también de esta orilla, sobre la necesidad de defender, de forma pedagógica, las más altas cotas de libertad individual tanto en lo económico como en materia ética o moral. Ahora que en España algunos intenta recuperar el terrorífico término “rojipardo”, que viene a designar una hibridación similar entre estatismo extremo de izquierda y de derecha, no pensemos que lo que ha pasado en Perú no puede ocurrirnos aquí. Podría estar más cerca de lo que creemos. En Italia ya han gobernado juntos los dos populismos. En Grecia el socialpopulismo ha recibido apoyos puntuales del nacionalpopulismo. En Hungría y Polonia, las voces más críticas respecto a los gobiernos nacionalpopulistas resultan ser las liberales, no tanto las de la izquierda convencional, que calla ante bastantes de los liberticidios de Orbán y Morawiceki. Hemos de desaprender la falsa dicotomía entre derecha e izquierda convencionales, que es sobre todo estética. La divisoria que hoy importa es estatismo-individualismo. Quienes estamos claramente del lado del segundo, no podemos sino ver con honda preocupación esa mezcla de populismos que ha arrasado en Perú y se está fraguando en Europa.

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