Opinión

O Putin o la libertad

Creímos los occidentales, los habitantes de eso que durante la Guerra Fría se llamó “el mundo libre”, estar vacunados contra el apaciguamiento. Hacía unas cuantas décadas desde que, por torpeza y temor, incurrimos en él. El apaciguador por antonomasia, el primer ministro británico Neville Chamberlain, fracasó estrepitosamente y la factura la pagamos en “sangre, sudor y lágrimas”, en la famosa expresión de su sucesor, Winston Churchill. El apaciguamiento no funcionó ante Adolf Hitler porque sólo puede funcionar si se dan dos circunstancias. La primera es que el apaciguador, junto a la zanahoria, enseñe también el palo constituyendo ante la otra parte una amenaza creíble. La segunda es que la otra parte comparta al menos un mínimo código ético común con el apaciguador. Ninguna de esas dos circunstancias se han dado durante el larguísimo apaciguamiento aplicado a Vladimir Putin. No se puede apaciguar a quien está decidido a emplear todos los medios en persecución de objetivos espurios de simple dominación. Como mucho se puede comprar tiempo, incurriendo en aquello del “pan para hoy”. Chamberlain apenas compró un año permitiendo a Hitler invadir Checoslovaquia con la excusa de la población germanófona de los Sudetes, la misma excusa que hoy emplea Putin. Pues bien, la estrategia apaciguadora también ha terminado por fracasar con él. Era evidente. Muchos llevábamos décadas diciéndolo, pero se ve que lo de Chamberlain no nos había inmunizado contra la estupidez suicida de apaciguar déspotas. El pasado domingo concluyó la farsa: Putin anunció a Occidente la activación del aparato nuclear. Es decir, Putin nos declaró la guerra. Y el martes lo reiteró su ministro Lavrov.

Putin cometió un salvaje genocidio en Chechenia y una guerra criminal contra Georgia, y Occidente no reaccionó. Hace ya ocho años que muerde Ucrania desgarrándola a dentelladas, anexionando Crimea y ocupando el Donbás, y Occidente no había respondido. Hemos encajado centenares de incursiones en las aguas territoriales y en el espacio aéreo occidentales. Hemos asistido impasibles a la deriva totalitaria del país. Hemos sufrido sin rechistar la actividad del régimen ruso en nuestros países: compra de políticos convencionales mediante las puertas giratorias más burdas y caras de la Historia, impulso económico e informático al extremismo de cualquier color para desestabilizarnos, y el doble chantaje energético y bélico. Y, lo que ya es el colmo, hemos permitido a Putin colocar en el Despacho Oval un topo, un agente doble, el caballo de Troya más colosal de todos los tiempos, que durante cuatro años ha sujetado a los Estados Unidos para que Moscú prepare tranquilamente la vuelta a la Guerra Fría, su palanca para lograr mediante el miedo lo que no consigue mediante el intercambio pacífico. Y frente a todo ello, nuestras sociedades no han hecho nada más que apaciguar al tirano década tras década. La apariencia de pragmatismo del régimen ruso convertía en una exageración pro-yanqui la comparación de esta Rusia con la Alemania nacionalsocialista. A quienes señalábamos ese paralelismo se nos tachaba de exagerados o de belicistas. Pero fue Rusia quien se negó a integrarse en el Occidente al que culturalmente pertenece. Habría podido ser uno de sus líderes junto a Alemania, Francia o Gran Bretaña, pero optó por seguir jugando obsesivamente a la superpotencia, a costa del bienestar de sus propios ciudadanos. Ahora son legión quienes, en todo el mundo. Alzan sus voces para pedirle a Putin que pase directamente al capítulo en el que se suicida en el búnker. Porque, en efecto, Putin es el nuevo Hitler.

Mientras escribo estas líneas, el tirano está bombardeando Kiev y el éxodo ucraniano se acerca al primer millón de refugiados. Ahora ya son pocos quienes dudan de que nuestra inacción ha sido un error sostenido desde los noventa, desde que el kagebista se sentó en el trono de los zares. Un error gravísimo cuya factura sólo estamos empezando a pagar. Putin está obsesionado con el mito de Eurasia, con el “espacio vital” y las “áreas de influencia”, con el control de los países vecinos convirtiéndolos en protectorados dentro del llamado “mundo ruso”, con el regreso al marco de Yalta para recomponer el imperio soviético. Esto no va de Ucrania: va de Europa y del mundo. Que a nadie le quepa duda: después de Ucrania vendrán Moldavia y Georgia. Bielorrusia ya ha sido ocupada suavemente con la complicidad del sátrapa Lukashenko. Desde Lisboa a Helsinki y desde Reykjavik a Atenas, estamos en guerra. Europa está en guerra aunque muchos no se hayan dado cuenta de ello. Nos la ha declarado un Putin acorralado y quizá, a juzgar por sus últimos mensajes, bastante alienado; un paria mundial aislado y empobrecido por sus delirios imperiales. La cuestión no es dónde va a detenerse, sino dónde le vamos a detener. Y sí, las palabras de Churchill vuelven a resonar: nos costará sangre, sudor y lágrimas. Pero, si no lo hacemos, la hegemonía rusa acabará con el modelo de sociedad occidental y con la democracia liberal para dar paso a la autocracia y la oligarquía. O Putin o la libertad.

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