Opinión

Lo que ahora llaman “woke”

Es habitual en política, en todos los idiomas, que nazcan palabras para denigrar a una ideología opuesta a la de quien las emplea. También lo es que surjan términos de autodenominación positivos. E igualmente es frecuente que un término empleado como positivo sea tomado por los adversarios como insulto, o que uno creado para injuriar sea adoptado “con un par” por sus víctimas y positivado. La incesante batalla semántica siempre ha tenido estas cosas, y hay infinitas anécdotas, ya desde la Antigüedad. El verbo-aguijón de los políticos y de sus escuderos más avezados da para muchos juegos florales, aunque pocos tan sublimes como el protagonizado por el primer ministro británico Benjamin Disraeli, cuando alguien le entregó un papel que simplemente decía “idiota” y se levantó en la Cámara de los Comunes para enseñarlo a uno y otro lado diciendo solemnemente “en mi vida política he recibido muchas cartas sin firma, pero esta es la primera vez que recibo una firma sin carta”. Se pierde en la historia el origen de expresiones políticas como “rojo”, empleada por los comunistas con orgullo y por sus enemigos para denostarles. La palabra “facha” (en América Latina, “facho”) viene obviamente del vocablo italiano “fascio”, que denominaba el hacha y el grupo de combate reunido en torno a ésta como símbolo, y es un término empleado como diminutivo de “fascista” para injuriar, pero también es asumido hoy como positivo por muchos derechistas radicales.

Últimamente es curioso cómo la expresión estadounidense “woke” ha rebasado las fronteras de la lengua inglesa y se ha instalado en todos los idiomas principales, generalmente para descalificar, no tanto ideas políticas concretas, como todo el envoltorio cultural y estilístico originado en una rama de la izquierda norteamericana. Hasta ahí nada anormal, estas cosas pasan todo el tiempo. Lo sorprendente es la ampliación sectaria del grupo humano así calificado. Todo un sector de la sociedad española emplea ahora “woke”, o su equivalente imperfecto “progre”, para señalar de forma denigrante a cualquier persona que no comparta la visión más extrema del pensamiento conservador o, directamente, posiciones de derecha radical. En su origen, la palabra fue empleada por esa facción de los propios izquierdistas norteamericanos como autodenominación. Hoy la ultraderecha y gran parte del conservadurismo democrático (o lo que queda de éste, cada vez más invadido por la primera) amplía la calificación de “woke” con enorme generosidad, llamando así prácticamente a todo aquello que no implique un retroceso a los elementos culturales y sociales tradicionalistas, deshaciendo como mínimo las últimas cuatro o cinco décadas de evolución cultural de Occidente. Ahora ya eres “woke” si simplemente te gusta el mundo actual, si no eres tecnófobo, si no compartes la visión pesimista hiperconservadora respecto a la supuesta pérdida de valores morales o de identidad nacional. Eres “woke” simplemente por aprobar la ya acelerada globalización económica y sus inevitables consecuencias de mayor pluralismo etnocultural en todo el mundo. Se ha desgastado tanto el término “woke” que ha terminado por no significar nada concreto y definir más a quien lo emplea a todas horas que a los destinatarios del improperio. Es el reverso de lo que pasó con el término “neoliberal”, una palabra falaz empleada desde hace años por la izquierda, hasta la extenuación. Si aquella izquierda sectaria, identitaria y colectivista señalaba como hereje “neoliberal” a todo aquel que no compartiera la visión de que hay que nacionalizarlo todo y quitarle a la gente el producto de su esfuerzo para repartirlo desde un Estado todopoderoso, hoy una derecha igual de sectaria, identitaria y colectivista tacha de “woke” a cualquiera que no se envuelva en la bandera de la patria para darse golpes de pecho invocando la fe religiosa predominante.

Como explicó hace unos años Francis Fukuyama en su magnífico libro “Identidad”, hoy ya no vivimos la política como una pugna entre intereses legítimos, sino entre meras identidades. Es muy triste y muy peligroso para la convivencia. Si hace unas décadas se hizo famosa la frase “It’s the economy, stupid” de un jefe de campaña americano, hoy lo crucial para ganar el favor popular ya no es la economía sino la identidad. Cada movimiento explota una identidad y la hace irreconciliable con las otras. Injuria a las demás y esculpe enemigos bien perfilados a los que odiar, como el “neoliberal” o la “casta” de los podemitas o como el “globalista”, “progre” y “woke” de la derecha radical. Esa estrategia, muy bien definida por muchos autores y sobre todo por el marxista Ernesto Laclau, se llama populismo. E incurren en ella hoy tanto los extremistas de izquierda como los de derecha, que siguen la hoja de ruta del autor argentino como si fuera uno de los suyos. En realidad lo es, porque los extremos ideológicos se tocan o son uno solo. Por eso al oír que llaman a algo o a alguien “woke” más vale no hacer mucho caso, analizarlo y sacar consecuencias propias. Puede y suele ser tan sólo vulgar y cansino ruido populista.

Te puede interesar