Opinión

Resolvamos Cataluña

Si alguien pensaba que el independentismo iba a languidecer en Cataluña, se equivocaba. Entre 2010 y 2017, el porcentaje de votos independentistas no ha dejado de subir, pero del 45% al 47,5% aproximadamente. Ahora, en una sola legislatura, supera ya moderadamente el 50%. Si Junts no ha quedado en primer lugar, empatada con el PSC, ha sido por su maltrato a los liberales del PDeCAT, que les ha obligado a presentar listas aparte, quitándole dos puntos y medio a la candidatura de Laura Borràs. Se harán análisis sesudos y complejo pero en realidad es bastante sencillo de comprender: cada nueva hornada de electores jóvenes aporta un amplio contingente de votos, muy mayoritario, a las fuerzas independentistas. También, en el otro lado, y en una medida mucho menor, a Vox. 

La irrupción de Vox en el Parlamento de Cataluña es un nuevo avance del nacionalpopulismo español, que mira a Varsovia y a Budapest, cuando no a Moscú, soñando con importar lo que Viktor Orbán bautizó hace unos años como "democracia iliberal". Vox es el resultado del boomerang que lanzó a España el independentismo catalán en 2017, y que ahora regresa y le estalla en la cara: va a tener que aguantar cuatro años de presencia en el Parlamento, con once escaños y como cuarta fuerza política. De alguna manera, le está bien empleado a los independentistas por la manera temeraria en que llevaron a cabo el procés, despertando el gigante dormido del nacionalpopulismo que ahora nos amenaza a todos, ellos incluidos. Fue un error inmenso. Con media sociedad no se puede caminar hacia una readscripción territorial del nivel más alto, es decir, hacia una secesión. Ésta es viable si se tiene una mayoría suficientemente cualificada a ojos del mundo. Por eso los gobiernos inteligentes, lejos de oponerse a los plebiscitos, los convocan ellos mismos en el momento adecuado y cauterizan así el proceso alejando el desenlace temido: Canadá respecto a Quebec, Gran Bretaña respecto a Escocia. Aquí en cambio, se ve que somos latinos y viscerales: unos se saltan las normas y se lanzan a una independencia precipitada sin mayoría, y los otros sobrerreaccionan reprimiendo con inusitada dureza policial y dictando después sentencias desproporcionadas, provocando en ambos casos una mirada de disgusto de la opinión pública internacional y una pérdida de reputación del país.

Han sido unas elecciones atípicas. A los libertarios y otras fuerzas extraparlamentarias se les ha impedido presentarse al imponerles una recogida de avales incompatible con las medidas de restricción de movimientos por la pandemia. Tanto es así que sólo ha habido veintitrés candidaturas en las cuatro provincias. Se ha hurtado a los electores una hora de votación, de siete a ocho de la tarde, reservándola para los contagiados de covid-19. Se ha impedido a la autoridad convocante aplazar el proceso electoral al empeorar la epidemia, aunque a otras dos comunidades sí se les permitió el año pasado, creando un nuevo agravio en el caso catalán. Y se ha obtenido lo que quizá se buscaba: una abstención muy alta. Creo, sin embargo, que al final esa abstención se ha repartido más o menos proporcionalmente.

La reconfiguración del centroderecha unionista es una victoria pírrica de Vox, porque el resultado de su irrupción es que el conjunto de ese bloque pierde la mitad de sus escaños pasando de cuarenta a veinte, por lo que el PP, los restos de Ciudadanos y el propio Vox se han condenado a la irrelevancia, al no sumar para ninguna posible coalición. Una vez más, Vox le resulta tan útil a la izquierda como en su día Podemos le resultó útil al PP. A nivel nacional, si Vox no existiera, Sánchez soñaría con su aparición, porque asusta tanto a los votantes intermedios y moviliza tanto a los de izquierdas, que vamos a tener sanchismo, lamentablemente, por mucho tiempo.

Ahora Sánchez tentará a ERC con los indultos a cambio de colocar a Illa de presidente, y añadirá quizá alguna migaja en materia de autogobierno. Veremos si ERC se deja comprar o no, pero la cuestión de fondo persiste. Al ritmo actual de avance demográfico del independentismo, en una década estará en el entorno del 60% de la población catalana, aunque quizá el nacionalpopulismo unionista tenga también quince o veinte puntos. Y se volverá a plantear la independencia, que a nadie le quepa duda. Y quizá se vuelva a hacer saltándose las normas, sorbe todo si no se habilita una ley como la canadiense para encauzar y encapsular la cuestión. Y quizá se vuelva a reprimir con dureza a los votantes. La diferencia será que, a los ojos del mundo, ya no será una sociedad dividida en dos sino una mayoría suficiente. Evitar un nuevo choque de trenes, que puede ser el definitivo, requiere agarrar de una vez el toro por los cuernos y emprender una reforma valiente y desacomplejada del modelo territorial, como la que evitó en los ochenta y noventa la secesión de Flandes. Y eso se llama federalismo, pero el de verdad, no la caricatura vaciada que de él hace el PSOE. Sólo así, además de resolver Cataluña, se podrá resolver España.

Te puede interesar