Opinión

No al toque de queda

Al publicarse estas líneas será inminente la imposición de un nuevo estado de alarma en toda España, o habrá entrado ya en vigor. Si el decretado en primavera se justificó como imprescindible para hacer frente a la pandemia, ya que sólo este tipo de instrumentos constitucionales permiten restringir la libertad de movimientos, el actual genera en cambio serias dudas. Primero, porque persisten dudas razonables entre los juristas sobre el alcance del estado de alarma y no faltan quienes señalan que las restricciones de esta primavera habrían requerido en realidad un estado de excepción. Segundo, porque el gobierno aprovechó aquel primer periodo de excepcionalidad jurídica para "colarnos" de rondón todo tipo de decisiones liberticidas ajenas a la crisis sanitaria, y para debilitar el control del Legislativo y de los medios de comunicación sobre el gobierno. Y tercero, porque el objetivo declarado de esta nueva alarma es permitir la implantación discrecional de una medida que sólo puede repugnar a cuantos aman y defienden la Libertad: el toque de queda. 

Y la pregunta obvia es para qué. Sabemos, porque así lo reconocen las fuentes oficiales, que la inmensa mayoría de los contagios no se producen en el ocio nocturno. La hostelería ha adoptado, en general, las medidas de distanciamiento social y protección personal que las autoridades exigen. Los contagios originados en ese entorno rondan el tres por ciento. Donde de verdad se da una propagación generalizada -ahora ya descontrolada por segunda vez al no haberse testado a todo el mundo-, es en las reuniones con amigos y familiares no convivientes, y, muy especialmente, en los colegios. Con más de cinco mil aulas en cuarentena en toda España, estamos abocados a un probable retorno a la escuela virtual, decretado ya en las últimas semanas por varios países y regiones de Europa, y por grandes ciudades como Bucarest y Boston. Es en las aulas donde miles de niños asintomáticos se pasan unos a otros el virus, que por la tarde entra en los hogares poniendo en peligro a los mayores y a los enfermos crónicos. Y después de los colegios, el siguiente marco de contagio generalizado es el transporte colectivo, sobre todo en las grandes ciudades. En muchas ciudades, los andenes y vagones del metro, así como los autobuses urbanos, están prácticamente tan atestados como antes del inicio de esta epidemia. Pero las autoridades españolas, tanto del gobierno central como de las comunidades autónomas y con independencia del color político de cada una, han decidido ignorar esta realidad y ponerle una tirita a la vía de agua que está hundiendo el barco. Y esa tirita es sacrificar el ocio nocturno.

España se suma así a la última moda de otros gobiernos europeos, pero con una enorme diferencia: las cifras de propagación. Ellos adoptan esta medida ahora, y quizá pueda servirles de algo. Nosotros, para que funcionara en alguna medida, deberíamos haberlo hecho hace bastantes semanas. Llegamos tarde, como siempre. ¿De verdad vamos a contener la Covid-19, en esta fase de propagación, actuando sobre un tres por ciento de los contagios? ¿De verdad vamos a "aplanar la curva" diciéndole al señor coronavirus que a las diez o las doce debe recogerse en el hogar como un buen ciudadano, en el cuerpo de su organismo anfitrión? ¿De verdad hay que impedir a la gente contagiar en la discoteca pero no en el metro? Estas autoridades paternalistas que sufrimos en España y en otros países se permiten ahora decidir por nosotros qué es vital y qué es superfluo, y han llegado a la conclusión, oh sorpresa, de que lo vital es que la gente se transporte hasta el puesto de trabajo para seguir pagando impuestos, sea cual sea la virulencia de la pandemia, y que lo superfluo es salir de copas. Hay un moralismo victoriano bastante repulsivo en esta medida, que deja en la estacada a miles de pequeños empresarios y a sus trabajadores. Y parece también como si desde febrero o marzo estuviéramos viviendo en todo el mundo una sucesión de experimentos sociológicos o antropológicos para testar nuestra obediencia y descubrir vías de inducción de nuestro sometimiento voluntario. Es todo muy orwelliano.

España y gran parte de Europa no quisieron mirar a Corea del Sur ni a Taiwán, los países que con mayor éxito han gestionado el coronavirus. En esos países apenas ha habido confinamientos domiciliarios ni restricciones al tránsito entre provincias, y cuando han existido han sido breves y se han realizado al principio de cada ola, sin esperar a que la situación se agravara tanto que esas medidas resultaran ineficientes y sus resultados fueran más lentos. Y se ha testado masivamente a la población, una y otra vez, desde el principio, para aislar a los enfermos y no a los sanos, manteniendo la economía casi indemne. Aquí, en cambio, parece como si los gobernantes prefirieran que la crisis sanitaria avanzara, para justificar entonces excepcionalidades más duras y prolongadas, en las que se mueven como pez en el agua. 

En definitiva, todo obedece a un juego político lamentable, en el que ninguna de las formaciones con mando en plaza ha actuado bien. Si ahora deben tomar medidas de choque contra el virus, porque se les ha vuelto a desbocar, que lo expliquen y que lo hagan, pero que no nos vengan con idioteces como el nefasto toque de queda, una medida autoritaria que pone los pelos de punta. El virus no duerme de doce a seis, y nuestra vigilancia sobre quienes nos gobiernan tampoco debe adormecerse.

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