Opinión

A dónde vas negrito

A dónde vas negrito?”. “A tumbar caña”. “¡Anda y que la tumbe el viento, y si no la mulata con su movimiento!” Era el latiguillo del tío Cheai cada vez que, sentado en la plaza, veía pasar algún labriego. Estuviera en la guerra de Cuba. Naciera en los ochenta, del XIX, y era alegre como el son de las maracas. Iba a cumplir noventa años. Esperaba la muerte a lomos de un perpiaño de granito. Fumaba cigarrillos de barba de maíz; primero los iba perfilando a base de lengüetazos de paciencia, después los despachurraba indolente entre el temblor amarillo de la artrosis. Entremedias me contaba historias alegres con finales tristes: los ingenios del azúcar, el mar de las Antillas, la santabárbara del Maine, el almirante Cervera que comandó la flota submarina (la sumergieron los americanos) mayor del mundo, las mulatas... Las mulatas eran su incurable recidiva.

Si el homo sapiens persistió decenas de miles de años, con mentalidad de cazador y recolector y apenas unos cuantos lustros con mentalidad de cadena de montaje, el tío Cheai evolucionó del siglo XIX casi al siglo XXI a poder de espantos y explosiones. Vivió revueltas y anarquías, sirvió a reyes, votó en repúblicas, sufrió dos guerras y postguerras mundiales, se horrorizó con la (in)civil y con la bomba atómica; se acojonó con la de Rif, con Abd el-Krim y con la crisis de los misiles rusos. Y luego conoció el Seat 600, la Seguridad Social, los Beatles, la incipiente Unión Europea y la dulzura del far niente.

Pero volvamos a esa guerra donde todo se perdió, aunque volvieran cantando: “Moríamos de enfermedades tropicales, éramos soldados de remplazo, solo ansiábamos regresar a nuestras casas; y vengamos nuestra frustración matándoles el ganado, cegándoles los pozos del agua con estiércol, violando a las mulatas”. El tío Cheai me lo contaba con la insondable comezón que aviva el remordimiento. Por eso veces se ponía serio. Decía que había que matar a Fidel Castro, que era la única forma de redimir a los cubanos. Después -o antes-, se le fue la chapaleta. Y ya no supo que los españoles seguirían yendo a Cuba, no en busca de Fidel, ni del perdón, sino de las mulatas, aunque lo disfrazaran como viajes de negocios.

Fueron pasando los años. Murió el tío Cheai. Vino el negrito de Obama. Bergolio -tu es Petrus- que no es de piedra, se interesó por el asunto. Hasta el petit maître de Hollande visitó la Isla caribeña. Hoy se entablan relaciones, se abren embajadas, se derriban boicots. Todo el mundo ve que está todo por hacer, menos los cegatos que nos mandan.

Qué fácil sería volver a entendernos como hermanos, porque hablan nuestra misma lengua, tienen nuestra misma forma de pensar. Y nos adoran. Ayer, como quien dice, formaban parte de España. Allí quedó nuestra sangre, y nuestro plomo, pero también nuestro ADN. Y las mulatas: ¿no fue acaso nuestro ardor en la entrepierna el que dio lugar a la brasa que incendia sus caderas? Pasó Hemingway, echaron a Batista, se fue Nikita Khrushchev, palmó Hugo Chávez, Maduro ya no pinta nada. Por fin se acabó el cachondeo. Ya no manda –ni siquiera a parar- el comandante. Ah, ¿pero habéis visto a Rajoy?, ¿sabéis dónde anda metido el ministro de relaciones exteriores, el de industria, el propio Rey?, ¿y las grandes transnacionales españolas, a qué esperan? Oh España, España, tarde, mal y nunca, como siempre. Sentada a ver pasar sus exequias. Y a los catalanes, que ahora son los que se largan.

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