Opinión

¿Preguntar no es ofender?

El otro día meé en un parque público. Lo hice contra un muro -lo jodido hubiese sido hacerlo contra el viento-. Procuré el más recoleto; no como Águeda Bañón, la feminista, que meó espatarrada en el medio de la calle, como una vaca, lo colgó en internet y presume de que lo hace por afición, como quien hace macramé o encaje de bolillos.

Yo meé porque me meaba. Así de guarro. No por exhibir el cuarto kilo de carne que tengo fuera de la nevera. Ni menos aún por reivindicar la liberación sexual de quienes sufren disfunción eréctil –o retráctil-, como en el caso de la señorita Bragas –así se llama a sí misma la meona- que dice que lo hace por reivindicar la liberación sexual de las mujeres. A buenas horas vulvas verdes. Tampoco fue un acto fallido, como le ocurre a tantos y tantos Juan Valdez, a los que una próstata agrandada obliga a pasar la vida en las cafeterías, fielatos del siglo XXI. Cuitados, a falta de urinarios públicos, no tienen más remedio que sufrir cada día un mea crucis.

En mi caso fue porque llevo instalado un reservorio subcutáneo, a través del cual me chuflan la quimioterapia. Y como con la toxicidad te entran las ganas de mear sin previo aviso, ni tiempo tuve de llegar hasta una cabina telefónica –ahora es para lo que sirven-. Mi necesidad de aliviarme fue, pues, imperiosa, fisiológica, de animal racional; no como los dos rottweiler de un pijoflauta vecino mío, que no hacen más que desgraciar jardines, destrozar plantas y asperjar portales. Pero como para eso no hay bolsas que valgan, ni amoníaco, tampoco hay defensores de la patria.

Y digo esto porque cuando acababa de estampar en el muro mis huellas genitales, me abordan dos agentes de la ley y de los buenos esfínteres: “¿No le da vergüenza?” Ya empezamos con las preguntitas, me dije. Y me callé, de entrada suele dar buen resultado. “La próxima vez le pondré a usted una sanción”, amenazó la police girl. No me extrañó, a mí las mujeres siempre me han sacado pasta. Y continué como si fuera sordomudo. “Parece mentira”, siguió el más grandullón. El qué, pensé, pensando cómo detener aquel escarnio: ¿el que se pueda hacer botellón, fumar, emborracharse, expulsar gargajos, derramar semen y todo tipo de fluidos en un parque?, ¿el que se pueda dejar corretear toda talla de mascotas, que hacen a la vista de todo dios, todo lo que le sale de las vísceras?, ¿el que se pueda destrozar el mobiliario urbano a base de patadas, pedradas, botellazos, garabatos, grafitis y aerosoles?… Y continué callado, porque la quimio me exacerba los silencios. No había nadie en las inmediaciones. Eran las once. Septiembre emboscara a traición el atardecer, y una indolente luz nos observaba recostada contra las farolas. “¿Qué hace usted por aquí a estas horas?”, se envalentonaron ambos dos al verme quizás tan compungido. Y me pidieron el chip de ser humano.

(…) Aquí hago un paréntesis, porque es que allí paso de todo. Hablaron. Les contesté. Chillaron. Me defendí. Ya me iban a endiñar la ley mordaza, pero resulta que al final me conocían. Me devolvieron la honra. Y el carnet de dignidad. Entonces les recriminé el que, por un méame allá esas pajas, pudieran tratar a un ciudadano mucho peor que a un perro callejero. Y el más ingenuo me hizo saber que ellos solo cumplían con su deber, que por los parques andaba mucho loco suelto, y que, me recalcó, “preguntar no era ofender”. Y tanto, le repliqué, depende de la pregunta: ¿alguna de vuestras madres era furcia? Y antes de que me esposaran añadí: en este caso ofende incluso la duda… Y se rieron.

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