Opinión

Lo primero es lo primero

Hubo un tiempo en que pretendí ganarme la vida con el paracaidismo. Pero me saltaba tanto el corazón que a punto estuve de perderla de un infarto. Frisaba la treintena. Y así como el primer amor es por amor, el segundo por despecho y el tercero por costumbre, fue mi primer salto por un reto, el segundo por un beso y los siguientes por no saber decir que no, que si fuese yo mujer, viviría entre el embarazo y el puerperio. 

El caso es que, como aviador, hice mis primeras piruetas lanzando chalados -y chaladas, que aquí el matiz sí es importante- por los azules cielos caribeños. Un día se burlaron de mí las aerolindas: “¡No hay cojones!”, me retaron. ¿Que no hay qué? En la siguiente rotación ya salté en caída libre tres mil metros. Lo del beso… otro día se lo cuento, y lo de aprender a decir “no”, estoy en ello, aunque loro viejo no aprende vocablos nuevos.

Los avatares de la vida -avatar proviene del sánscrito y significa descenso- me trajeron después hasta el aeropuerto de Vigo, en los ochenta, cuando Aviaco empezaba a operar los hoy vintage DC-9; cuando aún no existía la T-4 y Peinador era poco más que un descampado que los paracaidistas tomábamos por asalto –antes habíamos tomado el cielo, sépanlo los de Podemos- todos los fines de semana. Tal era así que, halados por un land-rover, a veces aprovechábamos la pista para hacer paracaidismo ascensional, como si de una lancha y de una playa tinerfeña se tratara.

Para los saltos en automático, es decir, esos en los que el paracaídas se abre por sí solo mediante una cinta extractora, elegíamos las horas con menos viento. Lanzábamos primero un testigo -papel toilette- sobre la vertical del aeródromo para comprobar la dirección e intensidad con la que soplaba Eolo, hacíamos la correspondiente corrección de deriva, les dábamos los últimos gritos a los alumnos y hala, ¡a tomar vientos!, nunca mejor dicho. Los plantábamos a todos a la misma altura y en hilera, como se siembran los grelos. ¡Y los muy zotes caían cada quien por su lado: ora en los huertos, ora en las fincas de Peinador pueblo, el uno al norte, el otro al sur, el otro a su puta bola, sin que ninguno atinara con la pista y sin que ni el jefe de saltos ni yo, nos pudiésemos explicar aquel fenómeno! Hubo quien llegó a hacer diana en el único charco del contorno: el del campo de golf del aeroclub; y entre el nylon del paracaídas principal, el lastre del de reserva y el acojone, a poco no lo contamos. Eso me puso frenético. ¡Se acabó!, bajé nada más aterrizar el avión a maldición en grito: ¡No hay más saltos, ni más escuela, ni más hostias! ¡A tomar por culo el invento! Lo decía con el poder que me otorgaba el hecho de ser el propietario del avión -y el principal “sufridor” de lanzamientos-. Pero ellos no se lo esperaban. Noté cómo todos me escupían de hito en hito. Aún puedo oír a Juanjo “el psiquiatra”. Un tío cachondo, aventurero y buena gente, que amaba el cielo y el mar por igual, y que un día no hizo pie, y prefirió navegar para siempre con los delfines: “Pero, ¿por qué?, no seas pijo, ¿nos quieres quitar ahora la pelota?” ¡Cómo que por qué! -me exasperé-, cualquier día cae uno de estos gilipollas en la carretera, pasa un camión, lo aplasta, ¿y?, ¡eh!, ¡qué hacemos! ¡dime!, ¿qué coño hacemos?... Y Juanjo, muy serio, va y me mira. Y dice: “¡Joder tío!, lo primero es lo primero: ¡Taparlo con una manta!” (Continuará.)

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