Opinión

Serpientes venenosas

Detesto las serpientes. Tal vez sea por lo de Adán y Eva. Hasta Dios pilló un cabreo de padre y señor mío: “Maldita serás entre todos los demás animales. De hoy en adelante caminarás arrastrándote y comerás tierra. Haré que tú y la mujer seáis enemigas” (Génesis, 3).
 En eso soy mujer. Aunque si una fémina me lo pidiera -que las hembras de homo sapiens a veces tienen caprichos luciferinos y piden bolsos de pitón, cabezas en bandeja y cosas así-, sería capaz de encerrarme en una habitación con una docena de ofidios. Solo pondría una condición: que me señalaran bien los venenosos.


 Me arrimaría a la boa, a la gigantesca anaconda, a la Lampropeltis getula, ofiáfaga, que se alimenta de las que son venenosas. Pero del áspid, de la cobra, de la víbora, no apartaría la vista ni un segundo. Seguiría sus movimientos sin descanso. A la más mínima ocasión, les aplastaría la cabeza.
 La tele, los plumillas, el gobierno, los ministros con poco tirón, nos echan de vez en cuando carnaza palpitante para aplacar nuestras ansias de carroña. Despellejan a quienes han tenido la ordinariez de arruinarse en los negocios, de sufrir un accidente de coche pasado de copas, de pertenecer a un partido tan corrupto como ellos, de navegar con la quilla escorada hacia Sodoma. Y nos arrojan Díaz Ferráns, Ortega Canos, Bárcenas o Romanones, esos curas que se daban al pecado nefando sin ningún nihil obstat.


 Pero ante los verdaderos monstruos, ante los reptiles más letales, se la cogen con la ley de protección de datos: el director del Centro Nacional de Inteligencia (con quienes colaboraba el pequeño Nicolás) dijo el otro día en Toledo que el CNI sabe dónde están los radicales yihadistas que regresan al país; los llamados “retornados”, que se han formado en Libia, Siria o Iraq. “Saber dónde está el que vuelve y que no tiene oportunidad de atentar es la madre del cordero”. Miedo me dais Sanz Roldán. Y compañía.
 No me fío. Yo quiero conocer, también, a esos hijos de puta. Quiero verlos de cara, de culo y en pelotas. Saber dónde viven, a qué se dedican, cómo se llaman, con quién andan, duermen o se pajillean. Los quiero cada día en las grilleras, cada noche en los Sálvame de Luxe. Los quiero en el Hola. En los periódicos. Señalarlos por la calle: “¡Este fanático quiere matarte!” Hacerles la existencia imposible. Acechan nuestro calcañal y nuestras vidas. Que se larguen. Son serpientes diabólicas… Y a la mínima, pues eso, aplastarles la cabeza.

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