Opinión

O paraíso

Hace ya unos cuantos años, en 1992, alguien -a quien todavía no he tenido ocasión de conocer personalmente, con quien la amistad que nos une no ha tenido hasta ahora otra proyección que la epistolar-, refiriéndose a un artículo publicado algún tiempo antes sobre la gran cantidad de obras literarias “que teñen como protagonista ou desenvolven a sua acción na cidade de Ourense”, señalaba que en la relación de esas obras no figuraba mi nombre, es decir, el de uno de mis libros. Y llegaba hasta decir que “o nome deste ourensano residente en Xenebra non aparece practicamente por ningures e mesmo non sei se lle caería ó xeito o calificativo de escritor maldito”.

Daba luego una serie de datos, razones mal avenidas con la ausencia de mi libro en la citada relación. Ya al final, añadía “... o que sucede nesta época na que todo está sometido a uns intereses editoriais, que poucas veces van parellos ós intereses literarios, é que os críticos non comentan máis que o que lle pagan, as librerías non expoñen nos escaparates as obras que non teñen publicidade nos suplementos dos xornais e o lector despistado, que somos case todos, nin se entera”.

Pero no había en el comentario referencia alguna a que el libro está escrito en castellano ni a que esto pudiera ser la razón de su exclusión y de que mi nombre no aparezca “por ningures”. Tal vez él no lo piensa así o, si lo piensa, prefiere no decirlo. No sé. En cualquier caso, el artículo, aparte de origen de nuestra amistad, fue -y sigue siendo- una de las mayores satisfacciones que me ha proporcionado el marginado libro.

Que su lectura haya dado pie para que alguien sea quien de decir que “o paraíso é Ourense”, me hace sentirme orgulloso de haberlo escrito y aún más de ser orensano (pienso que debería ser motivo de orgullo para cualquier orensano). Y -huelga decirlo- me compensa con creces esa ausencia en la dichosa relación.

La mía con la lengua gallega -lo he dicho en más de una ocasión- es sobre todo afectiva. Lo aprendimos a hablar, mis hermanos y yo, en el trato directo con los campesinos gallegos. Nuestra madre era maestra rural en un pueblo cuya situación, a dieciocho kilómetros de la capital, la obligaba en aquel entonces (antes de la guerra, se decía) a permanecer en él toda la semana (se iba en el Castromil los lunes de madrugada y en el Castromil regresaba los sábados por la noche, para pasar el domingo con nosotros). En aquel tiempo, ese pueblo, como casi toda la zona rural de Galicia, carecía de luz eléctrica, agua corriente, alcantarillado... Pero tenía escuela y, como es natural, vivienda para el maestro, la casa-escuela, una modesta vivienda que nuestra familia, de también modesta economía, aprovechaba durante los veranos para escapar del agobiante calor de la capital. Veraneábamos (así se decía entonces) en la aldea. Y fue allí, en la aldea, donde aprendimos a hablar gallego, porque en aquel entonces los campesinos no hablaban más que gallego, e incluso sus hijos, que nuestra madre alfabetizaba en castellano, sólo lo hablaban en el ámbito escolar, es decir, cuando no tenían más remedio. Y eso fue lo que nos pasó a nosotros con el gallego, que, para poder hablar con los paisanos, nos vimos en la obligación de aprenderlo. Pero no nos creó esa obligación antipatía alguna hacia la lengua; al contrario, a lo largo de la vida hemos recurrido a ella con frecuencia, asimilándola siempre a los felices años de nuestra niñez.

Sí, mi vinculación con la lengua gallega es, sobre todo, afectiva, pero profunda, entrañablemente afectiva. Hablo gallego con algunos de mis amigos. Siempre con la entonación y la sintaxis que aprendí de los paisanos; también -hay que decirlo- con todas las limitaciones culturales que el medio rural conllevaba. Mi vocabulario es reducido y reducidas son mis posibilidades de leerlo, e insuperables las de escribirlo. Y son estas limitaciones la razón por la que no escribo en gallego. Carezco de preparación para ello. Así y todo, allá por los años ochenta, por complacer a algunos amigos, hice un ensayo de escritura en gallego. No me satisface. Creo que en él se acusan las mencionadas limitaciones. No sé. No quedé nada contento. En gallego he escrito también algunos poemas, muy breves, sin duda más aceptables. Y los escribí no ahora, para ponerme al día o complacer a quien fuere, sino hace ya mucho, por los años sesenta, cuando casi nadie escribía en gallego, cuando la lengua gallega se hablaba todavía muy poco en la capital. Los escribí seguramente influenciado por Tovar, de quien fui muy amigo, que él sí escribía en gallego ya entonces. Son, como digo, muy breves y surgieron con naturalidad -casi diría musicalidad- de esos limitados conocimientos lingüísticos y, aunque en principio no los vio nadie aparte de Tovar, uno de ellos ha alcanzado, a saber por qué, cierta popularidad.

Sí, he escrito en gallego, no mucho, pero he escrito. Y no me disgustaría escribir más y mejor, como lo han hecho dos de mis más queridos amigos, ya desaparecidos, Valente y Antón Risco, con quienes hice las primeras armas literarias en nuestra ya tan difunta juventud, en el entrañable grupo Los Silenciosos. Pero no me asisten -también lo he dicho ya- ni la capacidad de Valente para ser de veras bilingüe ni las nobles razones, el talento y la generosidad de Risco, que a partir de un determinado momento se comprometió a no escribir literatura más que en lengua gallega.

Hay, también, lo de los diálogos de la más reciente de mis publicaciones, en la que, aunque está escrita en castellano, los personajes hablan en gallego, porque a mi entender no tendría sentido que así no fuese, como entiendo que no lo tiene el que se plantee la relación entre las dos lenguas como confrontación vindicativa y no como natural, fluente coexistencia; como sin ningún género de dudas carece de él que se le haya cambiado el nombre al lugar donde nací y viví gran parte -la más importante- de mi vida y donde de algún modo continúo viviendo todos y cada uno de los días de mi vida actual, un lugar de cuyo nombre no quiero olvidarme, jamás me he olvidado.

Sí, carece de sentido, de buen sentido, digamos, el haberle cambiado por las buenas -o por las malas, según se mire- el nombre a mi ciudad, a cualquier ciudad. Y es sobre todo -sin entrar en otros razonamientos, en los que otros sí deberían haber entrado- un error. Como lo fue, por parte de la malograda Segunda República Española, el cambio de los colores de la bandera nacional, error que contribuyó lo suyo a su decapitación por el levantamiento militar del treinta y seis. Grave error, porque las cosas no cambian de la noche a la mañana; van cambiando -irían irremediablemente cambiando- por la natural caducidad de las cosas todas, por su propio peso (como dijo aquel sargento instructor a los reclutas tratando de explicarles que la trayectoria parabólica que describe toda bala a su salida del cañón y su consecuente caída a tierra son causadas por “la ley de la gravedad”, explicación rematada con la puntualización: “claro, si no existiese la ley de la gravedad, la bala caería por su propio peso”). Por su propio peso. Nunca -en ningún caso- por la gravedad de una ley. Y es que las banderas y los himnos, que en principio no fueron más que músicas y telas, se han ido cargando alevosamente de sentido –o contrasentido, según se mire– para acabar convirtiéndose en algo por lo que los hombres son capaces de dar la vida, como si en verdad fuesen algo más que telas y músicas (si me apuran, farrapos y charangas). Y los nombres -más que las banderas y los himnos, muchísimo más- son símbolos. Los nombres -todos los nombres: los de las personas, los de las cosas, los de los lugares- son en principio mágicos, contienen el poder de convocar la naturaleza profunda -originaria- de lo nombrado. Por eso, cuando un nombre se dice bien, conmueve el ánimo, resuena en él como una bendición (se ben-dice). Y por eso mismo, cuando se dice mal (se mal-dice), nos desasosiega, porque no suena bien, no resuena. En resumidas cuentas, no se sabe bien qué quiere decir. No se entiende. En realidad, los nombres mal dichos carecen de capacidad de significación. En realidad -hay que decirlo- no quieren decir nada.

No, no sé qué quieren decir los habitantes de mi vieja ciudad cuando dicen que son ourensanos, que el nombre del lugar en el que nací y en el que no tardarán en reposar mis cenizas es Ourense, que Orense -el entrañable, el verdadero nombre- ya no debe -no puede- decirse, porque Orense no existe. No sé qué querrán decir. No lo entiendo. Y no me queda ya mucho tiempo para tratar de entenderlo. Me moriré -claro- sin haberlo entendido.

Sin haberlo entendido, sí, pero con el humilde orgullo de haber escrito -en castellano, la lengua en que aprendí a balbucear y garabatear los nombres más amados- un libro gracias al cual ese lugar erróneamente desposeído de su nombre -del que ¡cómo voy a olvidarme!- ha accedido a otro nombre que ya nadie podrá arrebatarle, O Paraíso. Su nombre verdadero.

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