Opinión

Zerolo: el activista de la felicidad

Hoy Madrid amaneció gris. Y ayer se desperezó más huérfana de libertad. El Madrid que tanto amaba Zerolo lo echará de menos. Pero no sólo Madrid. Ayer, hoy y mañana serán miles, millones, las personas que llorarán a este activista de la felicidad a lo largo y ancho del país, y también de América Latina, donde Pedro era venerado. Con él viajé a Cali, en Colombia, hace ahora cinco años, y allí fui testigo de la admiración que despertaba en la comunidad latina, afroamericana y en los emergentes movimientos LGTB.

La conciencia cívica de la izquierda activa, lúcida y valiente se ha ido dejando un torrente de logros y de ideas que cambiaron este país para siempre. España por primera vez en su historia llegó a tiempo, antes que nadie incluso. Y llegó porque Pedro fue el artífice de una de las leyes más decentes y justas que se aprobaron en nuestro país. Llegó, habló y convenció, como siempre lo hacía con las banderas que levantaba. Porque Zerolo, brillante e hiperactivo, es ya un icono de la lucha por los derechos civiles, pero también del combate contra el hambre, las desigualdades y el acompañamiento constante a las mujeres en su lucha por el empoderamiento y las libertades. Es su grandioso legado. 

Escribo conteniendo la emoción, después de haber estado con su marido y su familia en la capilla ardiente, instalada en la Casa de la Villa, su casa, lugar en el que tantas veces levantó la voz con versos de miel y acento del sur.

Se enfadaba poco y regalaba sonrisas en los buenos y malos momentos. Quizá por eso allí estaban miles de personas, representantes de la cultura, la política, el sindicalismo o los medios de comunicación. Sus amigos, adversarios políticos, compañeros de activismo y el pueblo de Madrid. Todos y todas lanzando un beso al gladiador que nunca descansó en vida y con el que sólo pudo una muerte traicionera; un beso a un hombre imprescindible que ha vivido para que la felicidad no sea privilegio, sino un derecho.

Como amiga suya que he sido, jamás olvidaré sus consejos, su alegría, sus enseñanzas y su firme apoyo cuando más lo necesité. Tengo la plena convicción de que esto mismo lo ha pensado y verbalizado hoy mucha gente.

No sé ni cuándo ni dónde, pero estoy segura, Zerolo, de que te volveremos a ver. Los grandes como tú no se van nunca. 

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