Opinión

Manuel González Rial

La lamprea es un pez eurihalino al que se le supone una antigüedad de más de 500 millones de años. Nace en el río y desciende al mar, donde vivirá hasta llegar a la madurez. Es entonces cuando, en viaje migratorio, remonta el río para desovar y morir. Se pescan en los ríos Miño y Ulla, y gozan de merecida fama las de Arbo, que en su honor celebra la fiesta gastronómica más antigua de Galicia. Los romanos ya la consideraban verdaderamente exquisita. 

Manuel González Rial nació allí, en Morentán, al lado de la “pesqueira” familiar que sus padres, Benegas e Irene, y sus hermanos Moisés, Miguel e Irene cuidaron y disfrutaron desde su niñez. Pero un día, Manuel decidió igual que la lamprea descender hasta el mar,

(Cambados) y desde allí, con los salesianos (Ramón y Samuel Iribertegui , Vicente, Claudio, Domínguez, Seguín, Juan, José Antonio, Manara) emigrar a Venezuela, donde lo que para muchos significaba El Dorado para Manuel y sus amigos solo era el empeño de poder estudiar una carrera y sobre todo llenar su zurrón de aventura y conocimiento de un país que marcó, y de que manera, el resto de sus vidas.

A finales de los 60, y como la lamprea, decidió regresar a sus orígenes, donde durante un par de años ejerció su trabajo de ingeniería en tareas como la instalación de las antenas en la Torre de Orense (algo novedoso en aquellos tiempos). Sin embargo, Manuel González Rial volvió a sus mares. Ya había caído en el hechizo de Venezuela que, al igual que la canción de Alberto Cortez, “ni soy de aquí,/ ni soy de allá”, inyecta para siempre en nuestros emigrantes el sentimiento de dos países, una sola “doble patria” y una constante que les perseguirá el resto de sus vidas. Cuando están allí quieren estar aquí y cuando están aquí ya no pueden olvidar esa importantísima parte de su existencia. 

Yo conocí a Manuel cuando me robo a una de las tres mujeres de mi vida (mi hermana Amparo), se la llevo por “poder”, fue una boda con sabor agridulce (no estaban juntos). Luego construyeron su vida, siempre sintiéndose  hispano-venezolanos. 

Manuel es hombre de fuertes convicciones, enorme voluntad, conservador, luchador, creativo, humano, generoso y, sobre todo, irradia una especial ternura que hace obligado el quererle.

La Candelaria, Trinidad, Charallave, Chilemex son lugares donde sus amigos (La Negra, Zulay, Mercedes, Dolores, Evelia, Josefina, Danila, Natera, Francisco y otros) comparten inquebrantable amistad. Allí, en la casa que construyó con sus propias manos, Manuel González Rial y Amparo sufren la separación de sus hijos, que regresaron a Chile y España para que sus nietos puedan continuar sus estudios y desarrollo personal en un clima de más tranquilidad. Es dramático, pero ellos no se arredran, no ceden, no quieren dejar lo que les ha “matrimoniado” a venezuela, no quieren renunciar a perder para siempre la vista de la restinga y sus manglares, las aguas ocre de canaima, cruzar el orinoco y el caroní camino de maturín, donde los palacetes cobijan las figuras de los indígenas, los paseos del junquito, las arepas, cachapas y garaotas, el vino de las cepas de arbo que manuel plantó y cultiva en su jardín, la música de simón díaz cuando dice: “Como no quieres que tenga/ tantas ganas de marchar./ Dile al lucero del alba/ que te vuelva a regresar.” ¡Épale… Manuel!

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