Opinión

EL RELOJ DE RIBADAVIA

El 'tempus fugit' virgiliano, inscrito en la esfera de muchos relojes, es una locución latina de fácil traducción y evidente constatación. La greguería ramoniana que nos habla de 'los relojes con sus dos llagas que sangran tiempo' nos revela el dolor por su fugacidad y su pérdida, algo demostrado desde las fotos de la primera comunión cuando tras ese rito que nos excluía de la infancia, fuimos conscientes de la velocidad que, sin querer, fuimos adoptando en nuestro discurrir hasta llegar, también sin proponérnoslo, a esa zona de nuestra existencia en la que de modo pasajero se envejece adecuadamente.


Junto al reloj biológico de cada cual, que se nos para cuando le peta, existe en toda plaza que se precie el Reloj del Ayuntamiento como punto cronológico de la comunidad. En Ribadavia, como no podía ser de otra manera, tenemos en la casa consistorial en una hermosa torre barroca, una de esas complejas máquinas que cronometran nuestra existencia; de ahí la importancia que las distintas corporaciones le otorgaron a su correcto mecanismo.


A lo largo del siglo XVIII el mantenimiento del relox era una partida obligada en los presupuestos destas casas municipales. En el XIX, sus campanadas daban el pie a nuestros ocho templos que se sumaban tocando a rebato en los grandes acontecimientos, como la mayoría de edad de Isabel II, su posterior enlace, los nacimientos de los infantes, las bodas de Alfonso XII y, ya en 1914, la visita de la infanta Isabel 'la Chata', cuando tras sonar las cinco de la tarde en el reloj de la plaza, comenzaron los actos en su honor.


Pero el tiempo fácil de medir pero arduo para definir, también deja su huella en las máquinas que lo registran, y sus piñones y agujas revelan lo implacable de su condición. Nuestro reloj estuvo bajo los cuidados y desvelos de Javier Fernández Casas durante 43 años. Este habilísimo 'ferreiro', forjador de las primeras farolas idénticas a las del Madrid de los Austrias, que en los sesenta iluminaron la zona monumental, también maestro armero capaz de rehabilitar un trabuco coetáneo de Luis Candelas y experto en abrir los hogares de Ribadavia cuando en la hora desquiciante de la pérdida de las llaves acudíamos a Javier para no pasar la noche al raso. Este relojero diletante pero eficaz, cesó el pasado verano a sus 83 años en ese quehacer, y al poco tiempo de su marcha, la obsoleta maquinaria hizo valer sus derechos valetudinarios y paró de funcionar.


Desde entonces, sus campanadas dejaron de acompañarnos en el diario discurrir y aquel acto reflejo que nos llevaba a consultar nuestro reloj para sincronizar nuestros tiempos cuando oíamos sus metálicos sonidos, lo vamos abandonando con el transcurrir de las horas, ya acostumbrados a su silencio y resignándonos a esta suspensión del tiempo, sin que sirva de metáfora, del tiempo de Ribadavia. or ello mientras instamos a la corporación a que imite a sus antecesores en el cargo ocupándose de nuestro relox, y conscientes de que todas las horas hieren pero la última mata, no queremos que aquellas débiles badaladas del verano sean las derradeiras del reloj de la plaza, y mientras aguardamos por ese albacea de la memoria colectiva que marque nuestros plazos, hacemos votos para que no enmudezca la sirena de 'los Chaos' ni cese el tañido melancólico pero puntual del toque de ánimas en Santiago.

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