Opinión

El juez y los cipreses

Si uno no temiera verse en el trullo por decir lo que piensa en uso de la libertad de opinión que consagra tan interpretable Constitución como la nuestra que ni el mismísimo Tribunal encargado de dirimir la legalidad de la jugada se aclara al respecto pase el tiempo que pase; si uno no temiera, digo, verse en lo que los gallegos llamamos tan gráficamente a cadea, uno se colgaría del columpio, eso sí sin la gracia de la inolvidable Pinito del Oro, y le cantaría al juez Felisindo, que diga, al excelentísimo señor magistrado juez de la Audiencia Nacional don Baltasar Gracián, o así, ya se sabe, el padre de la alegoría de la vida humana y, según espiritualizadas colegas, el hombre que veía amanecer, el del conceptualismo, o sea, el karateka, el canario flauta, el fenómeno vacacional, marchando siete talonarios de billetes de avión sin fijar destino y otros tantos de hoteles cinco estrellas por el ancho mundo que pagan estos dulces mamones que tanto me quieren y admiran, o sea, el hombre que susurraba a los caballos y que dormía a sus propios expedientes por urgentes que resultaran, si uno no fuera tan vulnerable al poder del juez que dejó la X sin despejar para el buen descanso nocturno de los españoles, esos dulces mamones de que hablaba, iba y largaba por lo fino sobre el cachondeo de que tratara cierto alcalde andaluz cuando se refería a la Justicia española y a algunos de sus nada vendados intérpretes. Pero como uno no tiene la menor intención de pasar el síndrome postvacacional en el talego, por mucho que ahora haya sido aligerado de personajes como los tan conocidos y recientemente excarcelados o pirados, uno va y se limita a desear al señor juez que se deje de coñas y que comprenda que, tal y como están los tiempos, los euros no crecen en los cipreses, crean los tales cipreses en Dios o en el diablo. Dejemos los cementerios en paz, que hora va siendo.

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