Opinión

Autosegregación islámica

Cuando se ve a un hombre con sotana y a una mujer con hábito y toca se sabe que son un sacerdote y una monja católicos, y que ambos dedican su vida a la religión. Ahora es difícil encontrarlos. Casi todos visten como el resto porque prefieren ser reconocidos por su vida religiosa, dentro de sus responsabilidades y comunidades, más que señalados como diferentes. 

En menor grado ocurría algo parecido en el mundo islámico con el abandono de las ropas que se usan con significado religioso, primero en la Turquía de Ataturk, en los años 1920, y después en el cercano Oriente con el nacionalismo panarabista iniciado por Nasser en 1956. Pero con la llegada del imán chiita Jomeini a Irán en 1979, las ropas de significado islámico se hicieron obligatorias y el fenómeno se contagió al mundo sunita, que lentamente tendía a vestir como en Occidente. Volvieron a llenarse naciones enteras de chilabas, babuchas, turbantes, fez y otras prensas masculinas, y el hiyab, niqab, chador, burka, y distintas variantes que cubren pelo y rostro femeninos. 

Las primeras migraciones musulmanas a Europa, en los años 1950-60, traían gente que deseaba integrarse en la sociedad mayoritaria vistiendo como ella; pero muchos de sus descendientes copian la imagen actual del islam y han vuelto a sus vestimentas. Ahora crece la masa de los que se autosegregan, como hacían curas y monjas con sus hábitos. No puede hablarse de xenofobia porque, vestidos como los demás y con iguales valores ciudadanos (republicanos) son indistinguibles de la masa.

Las personas uniformadas espiritualmente, religiosamente, suponen una involución histórica y, además, una provocación. Porque buscan la autoexclusión de la sociedad común, que rechaza lógicamente como irracional e incluso agresiva esa obsesiva exhibición sectaria y perenne en tiempo, espacio y circunstancia.

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