Opinión

Muerte a los apóstatas

Jehová legislaba la violencia religiosa en la Torá, los cinco libros iniciales de la Tanaj, el Viejo Testamento, pero los judíos fueron abandonándola y Jesús la rechazó en su Sermón de la Montaña.

Mahoma, que hizo una síntesis deformada de esas creencias con aportaciones propias y readaptándolas al nomadismo y al machismo arábigos, dictó sus revelaciones en el Corán, texto que se convirtió en la palabra textual de Alá.

La doctrina se complementó para formar la ley islámica, la sharia, con los hadizes, dichos dogmáticos del profeta, como el antiapóstatas: “A aquel que abandona nuestra religión, matadlo”.

Este hadiz y otros similares explican por qué más del 60 por ciento de los musulmanes de todo el mundo, incluidos los residentes en occidente, aprueban la pena de muerte para los apóstatas, con máximos del 84 por ciento en Egipto y mínimos del 30 en Indonesia, según el acreditado Pew Research Center.

Esas masas reaccionan con alegría ante las masacres de los islamistas más sádicos, como los talibanes, sunitas adormecidos parte del siglo XX hasta la revolución chiita iraní de 1979, que reiniciaron las guerras santas.

El problema, incluso para los musulmanes moderados, surge con los hadizes que afirman que al principio todo el planeta era musulmán, pero que muchos de sus habitantes lo abandonaron, es decir, apostataron.

Por lo que los fanáticos de cualquier secta, chiíta, sunita, o de las casi un centenar más existentes, justifican la muerte de esos que han dejado el islam.

El buen creyente fanático, además, debería ejecutar personalmente esa sentencia divina, individual o colectivamente, con esa guerra santa, la yihad.

Los 135 niños paquistaníes asesinados en una escuela, las víctimas de las innumerables guerras y atentados en todo el mundo, nosotros mismos, somos apóstatas.

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