Opinión

Los chicos de Suresnes

Algunos historiadores suponen que el PSOE actual –el que salió de aquel congreso clandestino de 1974 en Suresnes- es el resultado de una estrategia ideada por los cerebros que planificaban la Transición con Franco todavía vivo. Dicen que en el plan estaban implicados los servicios secretos a los que se había ordenado apoyar en la sombra a la fracción joven. Eran, especialmente, los del clan sevillano, en contra de la caduca estampa de aquellos históricos mandados por un Rodolfo Llopis conservado en alcanfor, al que barrió la propuesta juvenil cuyos rostros más lozanos eran los de Guerra, Chaves, Redondo y Múgica que venían de Euskadi y, sobre todo, Felipe González, un abogado laboralista cuajado en la dialéctica social a la orilla del Guadalquivir y llamado a convertirse en el símbolo de la nueva España junto con otro abogado con la manta liada a la cabeza que venía del lado azul y que se llamaba Adolfo Suárez. Puede ser que así fuera. El caso afortunado es que ambos repitieron -adoptando el libreto al tiempo que les había tocado vivir- el escenario político que pusieron de moda al final de la centuria anterior Cánovas y Sagasta, y que repitieron hasta su trágico final compartido, Canalejas y Dato.

Este tal Felipe González es aquel al que este nuevo PSOE que le ha caído en las manos a Pedro Sánchez quiere hacer volar por los aires. Sánchez se ha ido quitando de delante viejos luchadores por la libertad, los ha ido quemando y cabreando paulatinamente hasta que los ha agotado. Han cedido doloridos y han tomado el olivo, y mientras Sánchez y su tropa de diseño se ha quedado con la tienda y no está dispuesto a cederla a ningún precio, los que de verdad continuaron la obra de Pablo Iglesias, -aquel hombre de bien, profundamente comprometido con su país, con sus leyes e instituciones, que sabía lo que era sufrir –se vino a Madrid desde Ferrol con su madre y un hermano, andando- y anteponía cualquier ambición personal a su inquebrantable ideario- acabaron rompiendo el carnet y claudicando.

Eso le ha pasado a un buen amigo que estaba en la tropa de los segundos padres fundadores, y que explica su renuncia con el mismo razonamiento con el que Churchill explicó en su día su cambio de bando. “Yo no he cambiado. Quien ha cambiado es mi partido”.

Sánchez debería besar por donde pisan los chicos de Suresnes, pero en lugar de eso, los ha despreciado forzando la suerte para que se vayan. En eso está Felipe, crítico, mordaz y sabio. Acabará cayendo.

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