Opinión

Los círculos concéntricos

Siempre me han inspirado una cierta inquietud los colectivos capaces de convertir su existencia en un coto cerrado a cuyo interior resulta imposible acceder. Quizá ese es el motivo por la que he tratado de evitar la pertenencia a sociedades, sindicatos o partidos cuya primera exigencia es la fidelidad por encima de cualquier planteamiento personal, y cuyas reglas apenas permiten disidencia. El que aspira a desarrollar un cierto grado de heterodoxia responsable suele pagarlo con sangre, y mire uno donde mire el panorama está cuajado de dolorosos ejemplos, y la tierra está sembrada de túmulos donde van a parar las numerosas víctimas de un proceder que, sin embargo, debería estar no solo bien visto sino incluso recompensado públicamente.

Los cotos cerrados son agobiantes y con frecuencia injustos porque en ellos no se valora el talento personal sino la afinidad e impera la ley no escrita del estás conmigo o estás contra mí. Muchas profesiones han desarrollado un alto espíritu gremial respondiendo al deseo compartido de mantener la opacidad, y si bien en ciertos casos el sistema ha dado sus frutos lo que se esconde realmente tras un comportamiento semejante no es otra cosa que temor. El componente gremial no es en modo alguno característico de mi oficio y, sinceramente prefiero que así sea. No me veo chamullando una jerga propia para resultar ininteligible al oído de los demás como les pasó a los canteros o a los afiladores, y prefiero el despego que a nosotros nos caracteriza al perfil de clan en el que viven otras profesiones algunas de las cuáles han desarrollado una tradición enfermiza que a la larga tiene que pasar factura forzosamente.

Por ejemplo, si uno se aplica a seguir las pistas que deja el colectivo de la cinematografía y el teatro en sus relaciones personales sabrá bien de lo que hablo porque el universo afectivo de esta amplia y seguramente admirable cofradía es tan rotundamente endogámico que aquellos que lo contemplan desde fuera acaban haciéndose un lío porque ellos y ellas se juntan, dejan a sus parejas por otras que a su vez han dejado a las suyas y a menudo los abandonados terminan convertidos en pareja a su vez. Y cuando rompen abren al camino a nuevas y complejas combinaciones sin salir de su preconcebido ambiente. Debe ser asfixiante vivir así y los vástagos de estas continuas permutas tendrán que aprenderse de memoria de quién proceden para no meter la pata. Vaya esfuerzo.

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