Opinión

Control de emociones

A veces me pregunto cuál es el factor que otorga color y sentido a las emociones para conducirlas en un sentido o en otro sin que exista motivo aparente en la adopción de unos u otros comportamientos. Me pregunto, por ejemplo, qué mecanismo se desencadena para que a la hora de decantarse por preferencias en conceptos abstractos, la mayoría se incline por preferir el norte antes que el sur, y el oeste antes que el este. ¿Qué condiciones se operan en las entrañas del alma para que, en general, las armonías mayores suenen alegres y las menores suenen melancólicas?, ¿por qué el color rojo sugiere un abanico de sensaciones potentes y el verde en cambio se identifique comúnmente con la calma?

La reflexión puede extenderse a muchas otras facetas del desempeño humano y, de hecho, algunas de estas conductas han acabado inspirando tratados enteros que ahondan con disciplina científica en el estudio de todas esas reacciones. En las filias y en la fobias, en la atracción y en la repulsa, en la sintonía y en el rechazo… y por tanto, en los mecanismos para activarlos o atemperarlos. Estamos en un escenario que se guía primordialmente por esos parámetros, y quien es capaz de dominar los resortes de las respuestas a determinados estímulos podría dominar el mundo. En realidad, y en contra de las reglas que marcaban la actividad política de antaño, suficientemente laxas y amplias como para dejar en libertad de comportamientos y apetencias a los administrados, la que se practica en este tiempo ha apostado por la psicología de masas y el márquetin como herramientas insustituibles para dominar las tendencias y conducir el voto. Hoy, todos los partidos tienen un gurú manipulador y entrometido al mando de un equipo de estudiosos en materias como la estadística, la psicología, la mercadotecnia, el diseño, y la imagen para controlar al público y convencerlo de que las mejores ideas están depositadas en el credo del partido para el que trabajan.

El resultado es, desgraciadamente, un saco de conceptos vacíos y majaderías inconexas que trivializan la función política y la vida parlamentaria. El problema es que, salvo honrosas excepciones, la mayoría de nosotros nos dejamos manejar. Y encima pagando.

Te puede interesar