Opinión

El primer día del brexit

Si bien los informativos de todos los medios de comunicación del planeta abrían sus páginas ayer con la reseña correspondiente a las últimas horas del Reino Unido en el seno de la Unión Europea, la noticia nada tenía de festiva. En Bruselas no hubo otro remedio que apadrinar un acto institucional que escenificaba esta absurda ruptura, y se hizo no solo en silencio y sin el menor entusiasmo, sino con preocupación por las consecuencias de este histórico disparate, amasado a medias por tres personajes de distinta condición pero idéntica responsabilidad en ello. El ex premier David Cameron, que calculó mal y convocó y perdió un referéndum al que consideraba ganado de antemano, el político conservador y  euroescéptico, Nigel Farange, que consiguió convencer a base de mentiras y manipulaciones a una mayoritaria parte de sus paisanos de que pertenecer al club europeo era una calamidad, y el actual primer ministro, Boris Johnson, que ha aprovechado su mayoría absoluta para consumar una ruptura unilateral que Theresa May, su antecesora, no pudo obtener porque la planteó con una disposición completamente distinta. May, que heredó el problema sin tener responsabilidad en él, trató de alcanzar un abandono equilibrado que orillara planteamientos traumáticos en el proceso. Johnson ha tirado por la calle del medio. Primero romper y luego, ya veremos cómo remendamos las relaciones de la Gran Bretaña y sus colonias con sus antiguos compañeros de comunidad. La hora ha llegado y se ha cumplido.

La realidad es que durante los próximos diez meses, el Reino Unido se manejará en una especie de limbo de situación indefinible. Ya no es miembro de la Unión Europea, sus diputados en Bruselas y Estrasburgo se despiden a estas horas, sus funcionarios comunitarios vuelven a casa, y sus banderas se arrían y pliegan en todas las instancias europeas, pero el divorcio no será efectivo hasta diciembre, y la situación permanece igual que en días anteriores hasta que se ordene administrativamente el proceso. Pero esa sensación dudosa no oculta las enormes preocupaciones sembradas en la UE sobre cómo será el día después porque, como era de esperar, los británicos siguen siendo fieles a sí mismos. Primero adoptar sus propios criterios y luego tratar de imponer que el resto los respete. A lo mejor, lo que mola es no tenerlos en cuenta y que se arreglen.

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