Opinión

El valor que se supone

No hace falta ser un genio para ser ministro, e incluso para ser un ministro potable. Solo es necesario sentido común, algún conocimiento del hecho administrativo, una buena dosis de prudencia y procurar no cambiar mucho las cosas. Si algo funciona, lo razonable es dejarlo como está, aunque esa prueba del algodón por la que necesariamente pasan los responsables ministeriales casi nunca tiene resultados positivos. Los ministros recién nombrados –sobre todo los que estrenan cargo- se empeñan en no dejar títere con cabeza en los puestos claves porque suponen que si no relevan a todo el equipo anterior los van a hacer la cama. Se rodean de amiguetes, aspiran a darle al ministerio una vuelta de campaña, y acaban pifiándola.

De todos modos, ministro puede ser cualquiera. Acabo de asistir casi por casualidad a la reaparición del brevísimo ex de Cultura, Màxim Huerta, en la pequeña pantalla, conduciendo un magazine mañanero en la 1ª de RTVE, y me convenzo de que es cierto y que cualquiera puede ejercer un ministerio, aunque en ningún sitio está escrito que cuando uno lo deja -y especialmente en un caso como éste en el que el elegido se ve en la obligación de dimitir acusado de defraudar a Hacienda- reciba un premio en especies en forma de programa sin interés ni sentido pero excelentemente remunerado. Huerta salió retratado en todos los medios de comunicación porque no eran cadenas privadas las que contrataban a peso de oro, sino la pública, pero ni se inmutó. Ande yo caliente y ríase la gente.

El caso de Huerta no es un caso único pero define con entera propiedad la odiosa política de las puertas giratorias. El periodista valenciano es un producto muy común de personaje criado en la información autonómica, que se atrinchera en la cosa del colorín,  y al que le ofrecen por sorpresa una responsabilidad para la que no solo no está en absoluto preparado sino que sus comportamientos anteriores aconsejaban precisamente descartar su candidatura a la primera de cambio. Pero el mundo está cambiando y el artificio a gran escala manda. Las divas de la canción actual tienen que bailar, menear el culo, moverse entre luces, cohetes y legiones de figurantes, e incluso cantar. La insigne Petula Clark, por ejemplo, nunca necesitó nada de eso para ser lo que es ahora. Simplemente, una divinidad.

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