Opinión

De la gloria y la miseria

La muerte repentina de Rita Barbera, fulminada por un infarto de miocardio en la habitación de un hotel madrileño, constituye un triste suceso irremediablemente inspirador de un manojo de reflexiones que afectan tanto a comportamientos personales como a respuestas colectivas, características de un mundo tan complejo e intenso como el de la alta política, el poder y la gloria. La senadora y antigua alcaldesa de Valencia, que dominó el escenario del Levante español durante veinte años hasta que los casos de corrupción recurrentes en sus territorios comenzaron a minar su trayectoria y le birlaron la alcaldía como punto de partida de un rosario de situaciones cada vez más calamitosas, se ha muerto con tan solo 68 años aparentemente vencida por la tensión y la dramática influencia de su desdicha personal. Hay que pensar por tanto que en la política del más alto nivel en cuyo desempeño estuvo la mayor parte de su vida, ha encontrado Rita Barberá su sublimación y su ruina. Montada en esa montaña rusa obtuvo esta mujer de fuerte personalidad, ambiciosa y populista, lo mejor y lo peor de su propia existencia.

Afrontar la función pública en esa clave de acción multitudinaria que necesita del respaldo de unas masas capaces de expresar emociones muy fuertes, es un ejercicio reprobable y grosero además de peligroso. Las masas son entes de juicio endeble y alma mutable que un día te sacan en hombros y al día siguiente te cuelgan del pescuezo bajo el quicio de una escalera. Van del abrazo emocionado a la agresión personal. Y de eso bien supo en propia carne para su desgracia el general Riego, que pasó de ser amado, tenido por favorito del pueblo y cantado en himnos de epopeya a ser arrastrado en un serón hasta el patíbulo e insultado y molido a palos por el populacho durante el trayecto mientras lloraba a moco tendido y pedía perdón muerto de miedo.

Rita Barbera se ha dejado la vida en esta trágica peripecia. Años antes le besaban las manos en los mercados, y hace poco la llamaron puta y le tiraron una coliflor en la cabeza en uno de ellos. Podemos se ha negado a guardar por ella un minuto de silencio en el Hemiciclo. Algún día –es casi inevitable- Pablo Iglesias padecerá la caída y entonces el pueblo vengativo se hará un llavero con su coleta. Y se acordará compungido de cuando le amaba la gente.

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