Opinión

Grandeza y tragedia del pop

Si bien la historia de la música pop está cuajada de trágicos episodios que han contribuido paradójicamente a otorgar un tinte épico e intensamente sentimental a aquellos que la han escrito a lo largo de los años, ninguno es comparable al protagonizado por una efímera y potente banda llamada “Bandfinger”, de procedencia naturalmente británica cuya trayectoria es un caso único de desastre, desventura, sinsabores e infausto desenlace. “Bandfinger” fue una agrupación de procedencia galesa a la que descubrió y apadrinó Paul McCartney quien advirtió en ellos unos más que posibles herederos de los Beatles y para los que escribió una canción llamada “Come and get it” que vendió cuatro millones de copias de una tacada. Tras un par de temporadas de éxito, los chicos galeses comenzaron a perder el favor del público y comprobaron sorprendidos que su mánager -un auténtico sinvergüenza llamado Stanley Polly- les había dejado sin blanca. Arruinado y con una familia a la que sacar adelante, el líder del grupo se colgó de una viga de su propio garaje. Cuatro años más tarde, el segundo guitarrista, también en la ruina tras un segundo fracaso, se colgó esta vez en el jardín de su casa. No hay escenario más trágico en el universo del rock and roll que el de estos desventurados galeses estafados por un representante que se dio a la fuga y que pasaron del cielo al infierno en cuatro años escasos.

Por fortuna, estos sucesos terribles ya no tienen cabida en el mundo actual en el que los artistas de la música pop que se van al otro mundo en plena juventud se despiden por circunstancias frecuentemente relacionadas por su condición de mimados del fortuna y adorados por millones de adolescentes que acuden a sus multitudinarios conciertos subyugados no solo por la voz de sus ídolos y la bondad de sus bandas de acompañamiento, sino por el despliegue de efectos especiales. Cientos de bailarines y bailarinas en escena, proyecciones, luces y sonido, y traca final de fuegos artificiales. Hay tanta música enlatada, tantos periodos de digitalización, tanta impostura, y tal cantidad de ordenadores corrigiendo los fallos del intérprete que lo que sale de la garganta y lo que llega al auditorio con frecuencia no coincide en lo más mínimo. Los artistas están protegidos de todo. Menos de sí mismos, de todo. 

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