Opinión

Los habitantes de La Moncloa

Los habitantes del palacio de la Moncloa mantienen un perfil distinto entre sí como corresponde a personajes que proceden de diferente cuna política e incluso en el caso de que pertenezcan a la misma cuna. Desde la restauración de la democracia, han habitado un palacete reconstruido por completo en 1947 y cuyos ancestros hay que buscarlos en el siglo XVII, siete presidentes del Gobierno: dos de UCD –Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo- tres del PSOE –Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez- y dos del PP –Mariano Rajoy y José María Aznar- en cuarenta y siete años, desde julio de 1976 hasta estos días, un trayecto curiosamente marcado por el número 7.

Cada uno de estos huéspedes de un caserón sombrío que cada cual fue arreglando, se ha comportado con maneras muy diferentes, no solo en su expresión puramente parlamentaria sino en su manera de afrontar un cargo tan complejo y exigente como la presidencia del Gobierno. A pesar de su extracción común, Felipe no se parece nada a Zapatero o a Sánchez, Suárez era diametralmente opuesto a Calvo Sotelo, y entre Rajoy y Aznar hay diferencias de talante apreciables que se reflejan incluso en sus hoy casi inexistentes relaciones personales.

Sin embargo, existen retazos de sus procederes que, con matices de influencia, son comunes a todos, quizá porque, como afirman algunos cronistas del mentidero, el palacio de la Moncloa es un ente vivo y a menudo hostil de influencia constante. Los ocupantes de esa casa deshabitada -que hubiera hecho las delicias de mi admirado Jardiel Poncela- tienden a desarrollar un camino de ida y vuelta cuya última etapa ya afecta a día de hoy a Pedro Sánchez. Hay un tiempo de estar en la Moncloa trabajando en política interior, un tiempo de romper con la desagradable cotidianeidad procurando desesperadamente salir fuera y hacer de ministro de Exteriores, y un tiempo de regreso a casa obsesionado por volver a conectar con el pueblo llano y recuperar el favor de la gente corriente. Sánchez está en esa última fase y por eso apela a episodios tan ridículos como la partida de petanca con veteranos de su propio partido, partidos de baloncesto con gente afín, y un café en Parla con dos jóvenes, uno de los cuales es hermano de uno de sus propios subordinados. Calor de hogar, contacto con el españolito de a pie, sonrisas tiernas es lo que desea Pedro aunque sea impostado. A los demás les pasó igual.

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