Opinión

Intolerante desgracia

Algunos colectivos feministas han puesto el grito en el cielo cuando se han enterado de que Carmen Mola no solo no era una mujer sino que se trataba de un seudónimo bajo el que se ocultaba no un hombre sino tres. Tres –dos de ellos profesionales del periodismo- escritores curtidos en el duro campo del guión televisivo llamados Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero, que prefirieron ocultar su personalidad y emboscarse para su actividad literaria, adoptando un nombre femenino. “Oye, – les dijo a los demás uno de ellos- el nombre de Carmen, mola un rato…” y allí se acabó el debate.

Se cuenta que la respuesta del feminismo radical ha sido iracunda, como si fuera un grave pecado de intromisión y latrocinio adoptar para escribir un nombre femenino. Un pecado de leso atentado contra la condición femenina cometido por tres tíos. Y de hecho y en respuesta, ciertas librerías de Madrid especializadas en obras de escritoras han retirado inmediatamente de sus escaparates y catálogos la famosa trilogía compuesta por “La novia gitana·, “La red púrpura” y “La nena” privándose de un buen pellizco de ventas antes que abjurar de la causa, ellas sabrán. He escuchado sandeces como aquella que acusa a los autores de estas novelas de no saber adoptar la personalidad femenina para escribir, teniendo en cuenta que la principal protagonista de esta serie es una inspectora jefe del cuerpo de Policía llamada Elena Blanco a la que unos desalmados le ha secuestrado tiempo atrás a su único hijo. Al parecer y a toro pasado, las analistas de la obra encuentran en la redacción la huella de un narrador masculino. O sea, un intruso.

Yo no creo que se cometa falta alguna al utilizar un seudónimo que no concuerde con el sexo real del que escribe suponiendo por otra parte que, en una sociedad como la actual, sea cierta la existencia de dos sexos nada más. Hace muchos años y en pleno romanticismo, la escritora de origen suizo y padre alemán, Cecilia Böhl de Faber, adoptó para sus obras la ficticia personalidad de un hombre y firmó como Fernán Caballero por absoluta necesidad y en virtud de la cerrazón ante la actividad intelectual de la mujer mostrada por una sociedad tan cerril como la decimonónica. Nada importa si detrás de un texto hay un hombre o una mujer. Lo que importa en realidad es si el texto es bueno. Y en este caso, es muy bueno.

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