Opinión

Matar al mensajero

La expresión “matar al mensajero” brota de una experiencia auténtica. Al parecer, los hombres poderosos practicaban la insana costumbre de acabar con la vida de aquel encargado de participarle malas noticias, y así lo refleja el historiador Plutarco en algunos de sus textos, uno de ellos, referido al sanguinario rey Tigranes apodado el Magnífico, monarca de Armenia y muy dado a la violencia el hombre Contrariado por las noticias que un correo le traía sobre el avance de las tropas de Roma al mando del general Lúculo, ordenó que le rebanaran allí mismo la cabeza, una costumbre que, a juzgar por diferentes acotaciones históricas, se puso muy de moda en Oriente en aquellos tiempos.

Naturalmente hoy no se asesina al transmisor de informaciones adversas pero la práctica no ha cesado. Los periodistas conocemos en nuestras carnes los efectos de este hábito tan malvado, aunque en los tiempos modernos se practique sin necesidad de verter sangre. Con frecuencia se culpa al periodista de haber interpretado mal las palabras de un entrevistado, y se apela a su incompetencia para tapar la propia. Cuando a un político se le va la lengua, la reacción inmediata es culpar a quien ha interpretado sus palabras. La eterna coletilla es, “ha sacado mis declaraciones de contexto”, un argumento que pretende producir el balsámico efecto de borrar en la fuente todo índice de culpabilidad. Con obsesiva frecuencia, el tonto es el periodista.

La situación podría haberse repetido tras el lío monumental en el que se ha metido el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, con la reunión anual del Círculo de Empresarios celebrada en Barcelona como telón de fondo. Por fortuna, el líder de la patronal no puede apelar a estas horas a la tradicional ineptitud profesional de los informadores, porque sus palabras se escucharon claras y trasparentes a través de los micros de RTVE. Sus opiniones sobre la concesión de indultos a los independentistas catalanes son las que son y no tienen más modificaciones que las que el propio presidente del colectivo empresarial quisiera hacer una vez pronunciadas. Naturalmente las hizo poco después y una vez aquilatadas las consecuencias en las que Garamendi representó el parecer de todos los empresarios españoles. Ahora el disimulo está más caro y es mucho más difícil culpar al mensajero. Y matarlo, claro.

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