Opinión

Objetivo reinventar

Existe en los ámbitos razonablemente ilustrados de este país nuestro, una arraigada aunque no vieja costumbre que consiste en suponer que lo tradicional ha perdido su interés y que a aquello que le pertenecía por derecho es necesario reinventarlo. Hace unos días, un concursante de uno de estos interesantes programas que desean elegir un chef desde las filas de la afición decidió atizarle al cachopo asturiano de toda la vida un añadido de canela que acabó abruptamente con el histórico plato, una oferta culinaria honrada y sin pretensiones muy en la línea del carácter aguerrido que caracteriza a la gente del norte. Porque el cachopo no es otra cosa que un par de filetones de buena ternera rellenos de queso y jamón serrano empanados y fritos en aceite abundante. Quien es capaz de comerse un cachopo con patatas fritas es capaz de cualquier cosa en materia de manteles, pero cierto es también que en mi opinión los asturianos son la gente con mejor apetito del mundo y razones tengo hijas de mi propia experiencia para emitir semejante dictamen.

En los ámbitos culinarios se ha abierto paso este peligroso capricho que nos ha ofrecido delirios tan ridículos como las famosas deconstrucciones a las que confunda Dios, esas que sirven la tortilla de patata en copa de cóctel, o chifladuras que pretenden reinventar el gazpacho partiendo del fresón, la sandía o cualquier otra materia que sustituya sin razón ni autoridad alguna al tomate y el pepino que hicieron de semejante plato pastor una de las delicias del Imperio de Occidente. El caso es joder, dicho con perdón.

Esta obsesión por renovar lo que pertenece al pasado sin preguntarse cosas más allá de la pura exigencia de cargarse lo que supuestamente se ha quedado obsoleto, se ha adueñado también de los directores escénicos, personajes a menudo de difícil carácter a los que les fascina impactar al público y se han empeñado en someter los clásicos a una suerte de deconstrucción con resultados muy desiguales aunque en general muy polémicos que debe ser la parte más mollar del objetivo. Situar Mcbeth en el swinging London, de los 60 o trasladar la acción de una comedia de Lope hasta el Madrid multirracial de nuestro siglo es una apuesta osada que produce sarpullido. Yo no lo aconsejaría nunca y huyo de estos trastornos como de la peste. Pero hay gente para todo.

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