Opinión

Un olvido más

El maestro Arturo Pomar es uno más entre los muchos compatriotas que han muerto en el más absoluto y culpable olvido, uno más entre los genios a los que se les marginó y despreció, uno más entre los grandes que malviven y se angostan sin remedio en un país de pequeños. Fue un extraordinario jugador de ajedrez al que si se hubiera respaldado en su momento podría haber sido campeón del Mundo y muchos de los que fueron sus rivales así lo proclamaron voceando, eso sí, al viento. Pero mientras los jugadores rusos acudían entonces a los torneos acompañados de un equipo de asesores, él competía solo y la mayor parte de las veces se pagaba el desplazamiento de su propio bolsillo. Su vida es triste y desagradecida y nos deja retazos de incomprensión y miseria. Pomar, que fue un niño prodigio que a los diez años ya ganaba a los mejores jugadores españoles del momento, comprendió que al menos jugando partidas de exhibición obtenía algo de dinero y se embarcó en giras y bolos de puerta en puerta para ir tirando.

Era un talento natural que impresionaba y un jugador espléndido pero, tras un efímero momento de gloria cuando con doce años hizo tablas con Alekin en Gijón y le recibió Franco con el que se hizo una fotografía, nadie le hizo ni caso. Hasta el punto de que, cuando se acabó la última gira que le obligó a exhibirse como si fuera un fenómeno de circo durante tres años, se replanteó abandonar el tablero para poder seguir viviendo e hizo unas oposiciones para convertirse en funcionario de Correos. En una ocasión en la que le dejaron salir para tomar parte en una competición, le tocó jugar contra Bobby Fisher, le plantó cara y forzó con él las tablas. La estrafalaria estrella norteamericana declaró tras la partida completamente sorprendido. “Pobre cartero español. Es un jugador fantástico pero cuando acaba de jugar tiene que volverse a pegar sellos”.

Goya podría haber pintado a Pomar con sus bigotes y sus patillas inclinado sobre el tablero dando jaque a Capablanca o a la vida que vienen a ser ejercicios muy parejos. Tenía el maestro Goya muy buen pincel para suspender en el tiempo a todos aquellos a los que este país cainita como pocos se ha ido dejando tirados al borde de la cuneta. Ha muerto en el olvido, sin cariño y sin gloria, a los 84 años en San Cugat donde residía jubilado y oculto desde hace tiempo.

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