Opinión

Pobre de mí

Tres cuerpos de policía –el municipal, el autonómico y el nacional- se han coordinado este año para perseguir de oficio las habituales agresiones sexuales que se producen en Pamplona durante las fiestas de San Fermín. La reacción de las autoridades ante este perverso y permanente muestrario de ataques callejeros ha sido este año muy severo, pero algo me dice que llega tarde. Hace apenas dos años, las fotos en las que se podían contemplar este tipo de comportamientos se colgaban en las redes sociales y a todo el mundo –incluyendo sus propios protagonistas- les parecía una actividad muy entretenida a juzgar por las amplias sonrisas que se advertían en los rostros de los tío que echaban mano a los pechos del mujerío subido a hombros de la multitud, y al propio mujerío que ponía gesto de satisfacción desinhibida y feliz mientras los sujetos desde abajo se afanaban en completar su trabajo. Sobaban y estrujaban todo lo que les pedía el cuerpo en una saturnal simbiosis de complacencia mutua regada por litros y litros de vino tinto tiñendo las prendas vestidas por los actores de estas estampas tan frecuentes y tan celebradas. De hecho, hasta hace relativamente poco, los zarandeos y tocamientos bañados en morapio formaban parte de la liturgia, no se disimulaban, y a todo el mundo parecían hacerle mucha gracia.

Yo no he estado en Pamplona durante las fiestas de San Fermín más que una vez en mi vida y no repetiré la suerte así me la paguen. No lo pasé bien, no disfruté de la celebración, corrí peligro de recibir algún mamporro o de involucrarme en una pelea callejera propuesta por unos cuantos borrachos faltones y con ganas de atizarle al forastero, y no le encontré especial belleza a los fastos principales. El encierro que comienza a las ocho en punto de la mañana y que yo caté en puesto privilegiado en la curva de la Estafeta porque mi tío Julio era concejal y de aquella un concejal mandaba. Fueron días inquietos porque uno tiene la secreta sospecha de que no cuadra en semejante dislate y comprende que hay que pensar en marcharse. Muchos pamploneses de toda la vida así lo hacen.

En todo caso, los sanfermines deben ser todavía más duros ahora. De hecho, corren serio peligro de convertirse –si no lo son ya- en una frenética inmersión en el caos propiciada por toneladas de tintorro a discreción y otras cosas mucho más peores. A mí, pobre de mí, que me busquen en la playa.

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