Opinión

La princesa Leia Fisher

El mundo suele preguntarse conmocionado qué será del mito cuando falta  su principal sustento. Por eso, amanece estos días sumido en la confusión y la desesperanza sospechado que nada será igual  en ausencia de aquella princesa futurista que paradójicamente se adornaba la cabeza con el mismo peinado que la reina Isabel II –dos ensaimadas de pelo trenzado estratégicamente situadas tapando cada una de sus orejas- y a la que hubo que desnudar discretamente para que los aficionados a la famosa saga comprobaran que existía un ombligo, unas piernas, un culo bien plantado y un cuerpo atrayente y bonito bajo aquel ropaje asexuado de monja concepcionista. El personaje no contaba ciertamente con muchas virtudes para encandilar al espectador pero sorprendentemente lo volvió loco.

El público entusiasta de las salas oscuras y los prodigios del cine no siente la muerte de la actriz Carrie Fisher sino la desaparición de la princesa Leia, sin reflexionar siquiera que  la débil condición humana  a punto estuvo de sucumbir en las garras de su criatura. Y que la joven acomplejada y tímida a la que encargaron un papel de reparto en la aventura galáctica más longeva y productiva de la historia del cine se pasó el rodaje fumando marihuana y esnifando cocaína porque era bipolar y caminaba entre la euforia más salvaje y el dolor más profundo incluso en el mismo día.  Tantos estupefacientes consumió Carrie Fisher en aquella época de su vida, que su amigo John Belucci –que se murió precisamente de una indigestión de alucinógenos- le dijo tras comprobar el trajín que se traía: “Nena, me da la impresión de que tienes un problema”.

El poder del cinematógrafo obras esos milagros que consisten en padecer por el mito y olvidarse olímpicamente de la persona escondida tras él. De sus alegrías y sus sentimientos. Leia ya es historia eterna y está en los altares del Séptimo Arte como uno de sus referentes más adorados, pero pocos se acuerdan de la pobre Carrie Fisher, el desventurado  producto de una familia rota con un padre de familia que abandonó a su mujer para salir corriendo en pos de Liz Taylor y una madre de familia borracha y sin sentimientos que no supo trasmitir a su única hija algo tan sencillo y natural como el amor de madre. Solo a última hora se puso a ello impulsada por su propio remordimiento de conciencia.

Lo que son las cosas. Debbie Raynolds se murió un día después de que muriera su hija.

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