Opinión

La última misión

Somos los españoles un pueblo muy manso en lo principal y muy terco en lo accesorio. Por ejemplo, salvo un cuerpo de élite muy concienciado y de patente ilustración, al digno pueblo se la trae al fresco cualquier escenario que no sea ese que tanto le apetece y que se asoma a las publicaciones y espacios dedicados a las relaciones sociales. De hecho, una minoría ha vibrado seguramente con la primera sentencia del caso Gürtel que envía a la cárcel por trece años a sus máximos responsables –Correa, Crespo y el Bigotes-  pero la mayor parte ni se ha enterado ni tiene el más mínimo deseo de enterarse, aunque a la hora de pontificar lo hace a destajo y clama por la lentitud y la blandura de la Justicia. Trece años de cárcel son muchos años para cualquiera así que la pena no es pequeña. Quizá es merecida pero no es pequeña.

Sin embargo, en las cosas del común somos tercos como mulos, faltones, ególatras y más chulos que un ocho. No recuerdo a nadie que juegue mal al mus por poner un ejemplo y cualquier mindundi del común se cree el campeón del mundo. Es sin embargo chocante que aquellos que hemos obtenido  el cinturón negro en su máximo grado de 5º Dan por nuestra maestría en el tapete, apenas le damos importancia a esa magnificencia. Yo por ejemplo, no me creo un jugador de mus superior  los demás. Los soy simplemente y basta.

Lo del mus es un ejemplo muy específico de esa necesidad que tenemos los españoles de sacar pecho para apoyar causas pequeñas. Si bien no conozco a nadie en su sano juicio que se reconozca inferior a otros jugando al mus tampoco conozco a nadie que se considere peor conductor que el vecino. Lo natural es que todos nos sintamos muy competentes al volante y consideremos un desastre al que pasa por ser nuestro mejor amigo: “Julito es un tío estupendo –solemos argumentar al respecto- pero yo no me meto con él en un coche ni a la fuerza. Es el peor conductor que conozco”. Otra variante del mismo cuento es aquella por la que uno advierte que solo va tranquilo en un coche si es él quien conduce. Los demás son un peligro público.

No es trascendente esta situación pero sí es verdadera. En nuestras miserias hallamos también nuestras magnificencias. Y nos va bien.

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