Opinión

Viaje a la aldea global

Madrid es, a estas alturas del siglo XXI, un inmenso saco al que nunca se le adivina el fondo donde todo cabe y donde todo tiene su acomodo por peregrino que sea. Uno pasea por sus calles y se da de bruces con representantes de todas las tendencias, culturas, etnias, grupos sociales, razas, pensamientos y colores que ya no se sorprenden entre sí al cruzarse porque son fieles y rigurosos practicantes de una forma de vida seguramente inigualable que ha hecho de Madrid lo que es desde los tiempos en que esta urbe de casi cuatro millones de habitantes que es ahora no era otra cosa que dos aldeas situadas en dos cerros y separadas por un cauce fluvial que de ahí dicen los eruditos que viene el castizo término de “los madriles” con los que la gente de aquí se reconoce a sí misma usando el plural y rindiendo homenaje a aquellos dos poblados medio cristianos medios moros con nombre andalusí y vocación ecuménica que separaba el Manzanares.

En el año de Nuestro Señor 1616 en el que don Miguel de Cervantes y Saavedra entregó su alma al Altísimo quien la tomó sin duda complacido, Madrid tenía las mismas grandezas y las mismas miserias que hoy en día tiene, pero los caballeros gastaban capa terciada y espada al cinto y las damas vestían de encaje y larga saya. En lugar de sentarse en las gradas del Calderón o el Bernabéu para ver a Benzema o al Niño Torres, daban vueltas y revueltas por las gradas de San Felipe Neri cotilleando o guapeando, pero al cabo eran de la misma materia que los madrileños de ahora y para mejor mostrarlo, le han puesto gola y antiparras a los leones del Congreso de los Diputados en recuerdo del mejor novelista que jamás leyera la especie humana, un señor de Alcalá de Henares al que metieron en la Cárcel Real de Sevilla por golfo y manilargo, momento que aprovechó el hombre para comprar papel y tinta en los puestos del patio carcelario -que los había y bien pertrechados, junto con cuatro bodegones, un par de tabernas y una gran fuente que manaba mucho agua como cuenta Cristóbal de Chaves en su descripción de aquella real trena- y comenzar a escribir “El Quijote” que nunca hay mal que por bien no viniere como demuestra este histórico caso.

No hay ciudad que se le iguale ni se le parezca boto al chápiro. Para lo bueno y también para lo malo.

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