Opinión

Doscientos años

En este mes de noviembre se han cumplido los doscientos años de la inauguración de una de las mayores y más famosas pinacotecas del mundo: el Museo del Prado. Durante ese largo, larguísimo periodo de tiempo, los amantes, o curiosos del arte, han podido pasear por sus pasillos y pararse una y otra vez en los salones de esa joya inmensa en cuyo interior se guardan, y a la par se exponen al público, los grandes tesoros del tiempo. Allí se puede contemplar el genio artístico de frente, entrar en el misterio trazado por la mente humana sobre el origen y devenir del pensamiento, lo físico y lo ético. 

Creo que es uno de esos sitios en los que el cansancio no te impide seguir el recorrido que te llama en general, o que escoges en particular. Allí, sentado ante los diversos cuadros que más motivan al visitante, estos pueden sentir las vicisitudes o glorias de la historia, la cultura, reflexionar sobre la vida y la muerte, extasiarse con la belleza, e incluso llorar, porque hay obras que conmueven en grado sumo. Otras dan miedo, como “Saturno devorando a sus hijos”, o escenas que a la mente le cuesta asimilar. Allí está la ensoñación, los infinitos vericuetos entre los que se mueve la imaginación, como en la complejidad del “Jardín de las delicias”, la plasmación de la realidad, la propia naturaleza, o la utópica visita al cielo y al infierno. Allí está también la complacencia, la admiración ante cuadros en los que los personajes parecen estar vivos, con sus ropajes, sus gemas, sus encajes imposibles, y toda la mitología, como “Las hilanderas” y su significado, que nos trasladan a una de las partes más hermosas y terroríficas de la inspiración. 

Allí está lo más granado de la pintura y la escultura. Recuerdo que la primera vez que contemplé Las Meninas, frente al cuadro había colocado un espejo de grandes proporciones, el cual producía en el espectador el efecto de estar dentro de la escena, entre los personajes protagonistas. Ignoro porque eliminaron aquel espejo, pero no importa, porque la obra es tan impresionante que no le hace falta nada para ser un imán para los ojos. En el Museo del Prado se dan cita nombres irrepetibles porque son la base, el origen de la fuente en la que han bebido los pintores de todos los tiempos y beben los del momento. Clásicos que nunca mueren. Siempre actuales. Pura Civilización. 

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