Opinión

Las hojas muertas

Recuerdo una hermosa canción escuchada por muchas voces famosas, entre ellas la de Nat King Cole.  La melodía me conmueve y tomo su título para este artículo, porque ha llegado el otoño y con él la añoranza y la melancolía. La gente busca refugio en otros cuerpos, otros ojos y otras manos que aprieten las suyas. Las casas parecen más acogedoras e íntimas, y el viento da frescor a los rostros mientras el corazón siente más calidez. Las calles y las avenidas amanecen doradas. Son las hojas de los árboles, que en sus últimos momentos quieren pintar el mundo de oro. Para lograr ese cuadro, esa obra maestra de arte natural, ese acontecimiento de gran gala, tienen que cortar el hilo que las sujeta a la rama y dejarse llevar por el viento de la vida en unas pinceladas afiligranadas, silenciosas y suaves, que marcan el ritmo natural de su ciclo. Van hacia su fin, calladas y humildes. Llueve. Ourense se cubre de paraguas vistosos que observados desde las alturas, semejan hongos de ricas tonalidades, mientras los coches son como extraños barquitos acharolados que discurren por una superficie de cristal. La lluvia crea un velo de gotas y niebla que velan la ciudad. Las nubes bajan del cielo hasta la tierra y penetran en ella con la fuerza que imprime una naturaleza ajena a todo lo demás. Las hojas que mueren son en sus últimos minutos, como miles de manecillas que marcan otra estación del año y cada una de ellas da un unos pasitos discretos hacia delante, en la esfera que señala el tiempo. Dejan su sitio a otras hojas de colorido diverso y brillante que vendrán después y que ya se están tiñendo de primavera. No se ven, pero preparan afanosas su llegada aunque no sea inmediata. Créanlo, no han dejado ni un momento de tejer el hilo invisible que ha de unirlas al tronco ramoso que espera. Su tardanza se debe a que no han recibido la orden que aún tardará en llegar para anunciar el nuevo cambio de estación. Mientras esto sucede el sol ha empezado a declinar y se oculta tras un manto de algodón de azúcar por el que se escapa algún que otro rayo para nuestro solaz. En otro hemisferio recobrará su esplendor. Pero las hojas, esas hojas que pisamos sin querer, hojas débiles camino de su destino, no mueren nunca porque son fruto que alimenta la tierra. Y es que, no hay nada vacío, nada que no tenga su sentido y su por qué.

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