Opinión

La casa vacía

Es día de fiesta. Me asomo a la terraza y veo la calle solitaria. No hay un alma que indique que en esos momentos exista la vida. Pero el sol brilla en las copas de los árboles que se abren a su esplendor, contrariamente a los portales y ventanas de las casas que se muestran cerradas a cal y canto, y las rejas que cierran los establecimientos semejan soldados de metal que velan el interior. Se oye el silencio de las piedras, porque la calzada también está libre de esos “locos cacharros”. Entonces, ante semejante panorama, se avivan las ausencias, y la mente da un paso atrás en busca de los recuerdos a los que asirse, los cuales traen con ellos un eco cómplice que invita un tanto a la melancolía. 

Es el resultado de lidiar cada día con el ruido, con el encuentro en las aceras, con el ir y venir incansable de la ciudad despierta. Suena el teléfono, lo cojo y oigo la voz de mi amiga que me dice que se siente sola. La casa se ha quedado quieta en el tiempo después de la visita de sus hijos. Vuelven a sus trabajos, lejos, hasta quién sabe. Noto su voz distinta, apagada y un punto triste. No es extraño. Le digo que salga un poco, pero no quiere moverse de su casa. Es que la casa, es ese único refugio en el que el ser humano disfruta de sus alegrías y se traga dolorosamente sus penas. Son esas cuatro paredes que en algunos casos han visto como pasaban las generaciones de la familia, o se desmembraba al coger cada uno su camino, aunque sin olvidar el nido al que se vuelve siempre. 

Ay, si ellas hablaran, cuánto nos dirían de esos universos blindados, en los que nace la vida y visita la muerte. No sé cómo animar a mi amiga. Que las despedidas son todas así, amargas, pero que es por poco tiempo, que ahora ya no hay distancias, que las nuevas tecnologías nos acercan fácilmente aunque no sea presencialmente, que los días pasan rápidos, que pronto llegan otra vez las alegrías, los abrazos, los besos… Cosas que se dicen con poco resultado, porque los vacíos del corazón son infinitamente profundos, y no hay manera de ocuparlos con palabras que siempre suenan vanas. Es la soledad. El primer momento hasta que lo aceptas y empiezas a retomar la rutina, lo cotidiano… Y aquí podríamos citar a nuestro gran Lope de Vega: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos”. 

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