Opinión

Aquellos primeros años


En una conversación entre amigos, como con las cerezas, que coges una y salen veinte, los temas a tratar se multiplicaban por asociación de ideas y daban oportunidad a cada uno a que expusiera opiniones y experiencias. En ello estábamos, y uno de los participantes se hizo con la palabra y los recuerdos de sus primeros años de niñez. Fue algo que nos llevó sin quererlo a los de todos los presentes. 

La niñez, el misterio más apasionante, y profundo; el mundo en el que el niño es como una esponja que se empapa de todo lo que existe a su alrededor, sin conciencia de ello. En el que sus ojos son radares que captan el movimiento y graban las imágenes, y sus oídos llenan su cerebro de sonidos claves sólo descifrables a través de los años, al tiempo que el agua de la esponja se evapora despacio, mientras el cuerpo se endurece por la sequedad de lo adulto. La niñez y su ancla a la vida: la mano de la madre, su seguridad, la firmeza de la del padre. No hay más allá. Se deja ir ajena a todo peligro, a toda coyuntura, a todo lo incierto. Es confianza, vulnerabilidad, e inocencia plenas. 

Este pensamiento, derivó a otras y diferentes infancias que, desgraciadamente, son nutridas por la pobreza, la violencia y la insania. La velada se ensombreció emocionalmente, y alguien trató de levantar el ánimo. Así pues, las razones sobre la suerte o la desgracia, amainaron, y un nuevo rumbo llevó al grupo a evocaciones jocosas de la adolescencia. “Entonces llegó mi madre y me metí debajo de la cama. Pero todo fue inútil. Ella tenía toda la paciencia del mundo y sabía que en algún momento mi cuerpo reptaría hacia la libertad. Y por supuesto, al hacerlo, ella seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso. La zapatilla voló en el aire, y qué casualidad, aterrizó en mí”. Todos reímos, y del clásico de la zapatilla, pasamos a otros terrenos más extraños. Alguien dijo: “Pues resulta que un día hice novillos, y muy ufano iba fumando por la calle. De pronto sentí algo como una corazonada, como un aviso que me puso en alerta. Tiré enseguida el cigarrillo y me escondí en un portal. Un segundo después vi a mi padre que pasaba por delante de mi escondite. Ese día me libré de una buena reprimenda por hacer novillos, y por fumar. No volví a faltar a la escuela. Con los años me hice fumador, y nunca, jamás, hice chistes sobre presentimientos”. 

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