Opinión

Tengo que decirles...

El ordenador no me responde. Pulso las teclas una y otra vez, pero la pantalla sigue en blanco. Llamo al técnico para que venga a examinarlo y si es posible corrija el fallo y me lo devuelva operativo. Pero el experto, después de examinarlo con minuciosidad, diagnostica su buen estado de salud y me lo entrega intacto, tras lo cual me deja después de cobrar el servicio. Quedo otra vez frente al vacío de la testarudez informática, e intento ponerlo a trabajar. Calco las letras para formar la frase de encabezamiento, pero el resultado negativo se repite. Las letras siguen ocultas, escondidas en el mundo de lo invisible. ¿Qué le pasa hoy a mi fiel colaborador de siempre? ¿Por qué no me obedece? ¿Por qué no siembra en su campo blanco la semilla negra por el camino que le indica el cursor? Me siento impotente por no poder resolver este raro comportamiento. Quiero escribir y no puedo. ¿Acaso son mis manos que no aciertan en su empeño? Lloro ante el problema irresoluble, porque hoy no solo tengo que escribir, es que quiero, necesito escribir.

Tengo tanto que decir a mis lectores, hacerles partícipes de algo importante para mí. Explicarles que he perdido el afán, que me he quedado suspendida entre el cielo y la tierra, que me he quedado sin sombra, que mi hogar está silencioso, que la luz del sol se vuelve opaca, que oigo decir mi nombre y busco y no encuentro a aquel que lo pronuncia, y que sin embargo, su voz impregna las paredes y late en el corazón de la casa, acompañada por el ritmo de los relojes que marcan el tiempo de su ausencia. No sé qué hacer si el ordenador se niega y no quiere reflejar lo que quiero expresar. ¿Se ha vuelto mi enemigo, o guarda luto también por el alma que se ha ido? Sí, el frío ordenador se ha vuelto humano al contacto con mis dedos que transmiten la pena. Ante el dolor, la máquina se conmueve y guarda luto. El ordenador no llora, o sí. Hay lágrimas sobre el teclado. ¿Son de él, o mías? Ya no lo sé. Sólo quiero apresar la mano querida que me sostenía y que no hallo. Y que en el desfallecimiento espiritual en que me encuentro, otra mano más joven y querida me sujeta. Otra mano que es parte absoluta del ausente, y que también comparte por entero mi dolor.

Esa mano es el lazo irrompible, el puente que nos une borrando las barreras de los dos mundos en el que hoy él y yo nos encontramos.
 

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