Opinión

La escultura funeraria

Estas fechas de Fieles Difuntos en las que se rinde un culto especial a los muertos pueden ser propicias para reflexionar sobre el lamentable estado actual de la escultura funeraria. La socialización de la muerte está llevando a nuestros cementerios a convertirse en auténticas colmenas, en las que ya no hay lugar para este tipo de escultura. La especulación del suelo ha llegado ya a estos lugares, lo que lleva a un aprovechamiento máximo del espacio, optando para ello por una planificación impersonal, repetitiva y carente de imaginación, que se traduce en largas hileras de nichos.


Es bien sabido que la escultura funeraria forma parte de las manifestaciones artísticas más antiguas de la humanidad. Es común a todas las épocas y a todas las sociedades esa indudable fascinación que el tema de la muerte siempre ha ejercido en la imaginación del hombre y el deseo de permanecer presente en la memoria de los vivos. Esta escultura nos ha legado, no sólo a la Historia del Arte sino a la Historia en general, un catálogo que abarca desde grandiosos monumentos funerarios obra de grandes artistas, hasta los sepulcros más sencillos fruto de manos anónimas.


Un ejemplo particularmente significativo de escultura funeraria y ya próximo a nosotros, es la surgida en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. A pesar de ser denostada por algunos -quizás debido a que en la mayoría de los casos ha sido estudiada sólo de forma parcial y no globalmente lo que permitiría una mejor síntesis- debemos de insistir en la calidad excepcional de muchas de sus obras. Su eclosión está respaldada por unas condiciones sociales y económicas adecuadas, en las que cabe destacar el desarrollo creciente de una burguesía con ganas de perpetuarse y la creación de grandes camposantos urbanos.


En Francia, en 1804, se establece la creación de los grandes cementerios extramuros con concesiones a perpetuidad y multiplicación de monumentos fune rarios. En España, la idea del cementerio tal como la entendemos hoy, data de hacia 1830. Estas ciudades de los muertos nacen con un trazado paralelo a la ciudad de los vivos: calles y glorietas para distribuir panteones y esculturas.


A medida que transcurren las primeras décadas del siglo XX, se van dando unas transformaciones en el campo de arte funerario producto de nuevas actitudes religiosas, sociales y económicas que se manifiestan en diversos aspectos como la generalización de una demanda más estandarizada. Este cambio en la producción de la obra funeraria experimenta una rápida aceptación porque resulta más barata. Los marmolistas, con una tradición en el arte funerario desde la Antigüedad, ante la necesidad creciente de responder a los deseos de una nutrida clientela, transforman sus talleres en centros de producción de sepulcros y lápidas enteramente prefabricadas.


En la planificación de los nuevos cementerios, el nicho, sin lugar posible para el arte, define el espacio.


A esto podríamos sumar la decisión, cada vez más generalizada, de sustituir la inhumanación por la incineración. La escultura funeraria llega a los umbrales del siglo XXI en una situación acuciante, lo que obligaría a tomar medidas que favoreciesen su renacimiento. Sería de desear que autoridades e instituciones fueran conscientes del patrimonio cultural y artístico que encierran nuestros cementerios y que es imprescindible no sólo mantener lo existente, sino también humanizar estos lugares para que haya lugar para el arte.


También es vital que los escultores se impliquen en evitar su desaparición. Para ello es necesario que hagan propuestas asumibles por este tipo de arte y de cliente. En todas las etapas de la Historia del Arte existieron momentos de grandes innovaciones y rupturas con el período anterior y ello no supuso la desaparición de la escultura funeraria como parece suceder en la actualidad.



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