Opinión

Archie

De manera general, los progresos científicos y tecnológicos han permitido que la vida humana vaya mejorando progresivamente. Y su efecto positivo sería mayor si la riqueza mundial estuviera bien repartida, la hambruna fuera un recuerdo del pasado y las naciones dirimieran sus diferencias por la vía diplomática, dejando a un lado el campo de batalla. Claro está que los conflictos bélicos han generado mucha riqueza (sobre todo para la industria armamentística) y que algunos avances científicos se han desarrollado a partir de proyectos de origen militar (como la red de ordenadores Arpanet). Pero cada adelanto descubre un nuevo horizonte, incluso en el ámbito de la bioética.

La evolución de los cuidados intensivos en el pasado siglo XX forzó la redefinición del concepto de muerte, hasta entonces afianzado en el cese de la actividad cardíaca y respiratoria de una persona. Conectadas a máquinas capaces de garantizar la respiración y la circulación sanguínea, muchas personas permanecieron vidas mientras sus encéfalos continuaron funcionando. En 1968, en la prestigiosa revista médica JAMA, se publicaron los denominados Criterios de Harvard para ayudar al diagnóstico del cese definitivo e irreversible de las funciones cerebrales, según un procedimiento metodológico. Se desató un amplio debate biológico y filosófico sobre la muerte cerebral, entre otras cuestiones para garantizar la legalidad de la obtención de órganos útiles para transplantes.

Grosso modo, los conceptos de muerte cerebral y muerte individual fueron unificados. Muchos recordarán a Karen Quinlan, aquella joven estadounidense que se mantuvo acoplada a un respirador artificial durante décadas, después de sucumbir en 1975 a una mezcla letal de alcohol y tranquilizantes. Los médicos diagnosticaron su muerte cerebral. Y mientras los padres de la muchacha, asesorados por expertos y sacerdotes católicos, solicitaron insistentemente que su hija fuera desconectada de los aparatos que la mantenían con vida.

Los médicos se negaron a ello, temerosos ante una posible acusación de homicidio, debido a unas leyes que les obligaban a utilizar todos los recursos posibles para garantizar la vida de la paciente. Finalizada la encarnizada batalla legal entre la familia y el hospital, la joven que se mantenía en estado vegetativo y sufriendo fuertes espasmos, fue desconectada de su respirador artificial. Paradójicamente, continuó con vida sin soporte durante una década, para fallecer en 1985 debido a una insuficiencia respiratoria. Su caso sirvió para que la sociedad abandonara su pasividad ante el derecho a morir de los pacientes terminales e irreversibles. Ahora, varias décadas después, la polémica ha vuelto a avivarse con motivo del pequeño Archie Battersbee, en muerte cerebral tras haber sufrido un desafortunado accidente por un absurdo reto viral.

En esta ocasión, los padres del pequeño de 12 años entablaron un arduo conflicto legal contra las autoridades sanitarias, precisamente por lo contrario al caso de Karen Quinlan, negándose a que su hijo fuera desconectado de los aparatos que mantenían funcionado artificialmente su corazón y pulmones. La justicia británica, para proteger el derecho a una muerte digna de Archie, permitió su desconexión y su descanso en paz. Seguirá el debate, entre la medicina, la justicia y la responsabilidad paternal.

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