Opinión

A toro pasado

El nueve de mayo se puso fin al segundo estado de Alerta en España, en una maniobra que sembró muchas dudas y prácticamente ninguna certeza. A un final tan confuso, que se une a un buen rosario de decisiones gubernamentales caóticas, no es de extrañar que surjan un montón de preguntas de difícil, o excesivamente obvia explicación. La primera que a bote pronto se plantea es por qué de golpe, en una coyuntura para todos los efectos análoga, deja de ser necesaria esta condición jurídica tan particular. 

Lo cierto es que, una vez acabadas y digeridas las elecciones autonómicas -primero las catalanas y luego en Madrid-, llama poderosamente la atención el fin de la feria, porque si a lo largo de la campaña se ha venido haciendo un uso tan perverso como espurio de los fallecidos por la covid, pasada la cita de las urnas parece que esa cifra trascendental ha perdido importancia. Tal es así que, consultando el portal del Ministerio de Sanidad, se puede apreciar como sus páginas se han  ido tornando en un galimatías impreciso, con información transitando de confusa a críptica, donde el propio Ministerio matiza que los datos ofrecidos pueden carecer de valor y eficacia.

A todas luces, una de las cuestiones más peliagudas del estado de Alerta lo constituyó el hecho de que según la Ley 4/81 en la que se fundamenta, se establezca con claridad diáfana que en esa tesitura  nunca se podrán suspender los derechos y garantías constitucionales, cuando todo el mundo es consciente de la suspensión de derechos como el de reunión, libre circulación por territorio nacional, o el confinamiento en sí, que supuso la conculcación de la libertad individual.

Una pregunta casi inevitable ante este caos es por qué, a lo largo de este segundo período de declaración del estado de Alerta, cuando se notificaba que en una población se disparaban los casos y urgía un cierre perimetral, se hacía necesario esperar dos, tres o cuatro días para llevarlo a la práctica.

La razón es sencilla y se inscribe en esa misma Ley Orgánica 4/1981, y no es una simple cuestión semántica. Lejos del de Alerta, el Ejecutivo tendría que haber declarado el estado de Excepción, lo que hubiera permitido suspender todas esas garantías ciudadanas como consecuencia de la situación de emergencia, y al mismo tiempo precintar cualquier población instantáneamente, sin tener que esperar días para hacerlo.

A muchos les rondará por la cabeza el interrogante acerca del motivo de la elección de una posibilidad frente a otra. La clave está en la propia norma: en el estado de Excepción el ejército habría recibido mayores atribuciones para hacer frente a la pandemia y, lo que es esencial, que el capitán general de las Fuerzas Armadas es el rey, algo que a algún político del Gobierno no le hacía ninguna gracia, al estar más enfrascado en sus propias ambiciones que  en el interés general.

La interrupción de este segundo estado de Alerta, luego de extorsionar a la oposición para que se lo aprobara, mientras el Gobierno se desentendía de la situación dejando la pelota en el tejado de las autonomías -antes y después-, sin haber realizado algo tan esencial como el desarrollo de una ley que permitiera al Tribunal Supremo y a las propias Comunidades Autónomas gestionar la pandemia, es una actitud que roza la dejación de funciones, cuando no la absoluta negligencia. ¿Si hace dos semanas el estado de Alerta era tan imprescindible, qué ha cambiado ahora para que súbitamente haya dejado de serlo?

La respuesta es sencilla: que la dimisión de Pablo Iglesias ha supuesto un balón de oxígeno para un Sánchez chantajeado y obligado a pagar peaje a un exlíder de Podemos que tarde ya, el Constitucional falló que nunca debería haber estado en la mesa del CNI, y que ahora sabe demasiadas cosas que nunca debió conocer, y es que la política hace muy extraños matrimonios.

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