Opinión

Carta abierta a Arnaldo Otegui

Señor Otegi, poniéndole muy buena voluntad me gustaría pensar, -al igual que millones de españoles-, que es usted un hombre de paz. Porque todos deseamos sanar heridas y construir un país donde quepan todos y nadie quede excluido. De ahí que usted justifique para los etarras excarcelados el recibimiento por parte de sus familias. Algo que, en tanto no se conviertan en actos institucionales, todos entendemos porque, al igual que ellos, constituimos una sociedad basada en la familia, pese a que resulte evidente que en ningún momento haya recapacitado en que es esa la misma alegría con la que acogerían a sus ausentes las familias de los ejecutados por el terrorismo. 

Dice usted “que hay gente que cumple su condena y en su pueblo es recibida, no para herir la sensibilidad de nadie, sino porque sus conciudadanos consideran que los expresidiaros de ETA merecen ese reconocimiento o un abrazo”, para acabar añadiendo: “¿Nuestra felicidad por ver a un preso salir de la cárcel es su dolor? Si este es el esquema, tenemos un problema”. Alegando que ya han transcurrido diez años desde el desmantelamiento del grupo terrorista, aspira usted a un borrón y cuenta nueva, esperando el beneplácito de la sociedad española como si no hubiera sucedido nada. 
Habla usted con bastante ligereza de pelillos a la mar, obviando un saldo de décadas de vidas truncadas, familias rotas, secuestros, extorsiones; la ruina de muchos empresarios, el ostracismo para los disidentes, el exilio para quien no comulgase con su ideario; la violencia, el miedo, la represión, y un país ensangrentado. Demasiados males como para curarse súbitamente, y que deja en el tintero una cuestión que sigue planeando entre aquellos que vivieron el terror, los que enterraron a sus hijos, padres o hermanos; quienes caminan con un miembro ortopédico, o los que entre quemaduras y lesiones aún llevan escrita sobre la carne la letanía del terror; aquellos que aún hoy en día viven las secuelas y el dolor.

Resulta evidente que para nada ha recapacitado en el dramático y brutal enfrentamiento, con acciones absolutamente desafortunadas. En el esfuerzo ímprobo para un resultado pírrico. No fue una conflagración convencional donde un explosivo pudiera caer accidentalmente en un barrio residencial cobrándose vidas inocentes, sino ejecuciones puras y duras descerrajando un tiro en la sien o en la nuca, lo mismo a un simple taxista que a los clientes de un supermercado o a los niños de un cuartel. No hablamos de bombas fortuitas sino la voluntad más criminal aplicada a segar vidas, al ejercicio necio, ciego e injustificado de destruir, dejando tras de sí un reguero de muerte.

Es muy posible que no entienda la postura de la sociedad española porque nunca se ha tomado la molestia de pensar lo que sienten “los del otro lado”, los que nunca escogieron un conflicto. Seguramente jamás haya reflexionado sobre lo mal que eligió ETA a sus víctimas y en que se equivocó de guerra, porque independencia no significa necesariamente libertad pero la paz sí es un principio esencial para que la libertad exista. Sí, ETA se desmanteló hace diez años. Algo que todos celebramos con júbilo, igual que la transición de la lucha armada, dentro del contexto democrático, a la pugna política de Bildu. Pero queda una deuda con una sombra tan larga como el tiempo. Una palabra pronunciada por muy pocos, cuyas voces se apuraron en acallar. Un solo término que pronunciado sinceramente en los labios de los exetarras sería un bálsamo para muchos, una muestra de que existe una voluntad real de convivencia; una voz capaz de restañar heridas suficientes como para aspirar a un mañana.

Créame cuando le digo que, sin temor a equivocarme, más de medio país le haría a usted la ola si además del desmantelamiento, ETA hubiera expresado sus más sinceras disculpas; que esa noble gente de la grande y plural piel de toro, cuya sangre fluye también desde hace siglos por las más castizas venas vascas, harían un alto a la hora de aceptar un nuevo pacto de convivencia. No resucitará a los muertos ni renovará el tiempo transcurrido, pero traería consigo consuelo, justicia y restitución. No es una simple cuestión semántica, porque el rencor no se alivia con silencio y omisiones. Apenas es un bisílabo que arrastraría la sal de los zanjones que recorren el pellejo de tantos vascos como españoles. Es la palabra perdón.

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