Opinión

Economía creativa

Mientras el país se polariza con telebasura, en esa América Latina, tantas veces denostada y mirada con desdén por su supuesto atraso, florecen democracias como la costarricense -considerada modélica y una de las más garantistas el mundo, por encima incluso que la mayoría de las democracias europeas-, la economía verde en Bolivia, la economía naranja en Colombia o la democracia representativa que propugna la agenda 2030 del Foro Social Mundial de Porto Alegre  frente al Foro Económico Mundial de Davos.

Centrándonos en el génesis de la economía naranja, su denominación llegó de la mano del autor británico John Howkins, defensor de la economía creativa o industria creativa, como sector económico basado en las ideas y la Propiedad Intelectual, y que abarcando a la industria cultural compuesta por el ocio, turismo, gastronomía, arte, arquitectura diseño y publicidad; a la que se asocia la economía del conocimiento, englobando la educación I+D, I+D+I, robótica, nanotecnología, informática, alta tecnología, informática, telecomunicaciones e industria aeroespacial. 

Su concepción, por definición, es demasiado buena para escatimar una sola palabra por lo que, por boca del propio autor, la economía creativa “es una economía en la que las ideas son los principales aportes y los principales resultados. Donde la gente dedica la mayor parte de su tiempo a generar ideas. Es una economía o sociedad en la que la gente se preocupa y reflexiona sobre su capacidad de generar ideas, en la que no se limita a ir a la oficina de 9 a 5 para hacer un trabajo rutinario y repetitivo, como se lleva haciendo desde hace años, ya sea en el campo o en las fábricas. Es una economía en la que la gente, allá donde se encuentre, hablando con los amigos, tomando una copa, al despertarse a las cuatro de la mañana, piensa que puede tener una idea que funcione de verdad, y no sólo una idea por el mero placer esotérico, antes bien, el motor de su carrera, condición e identidad”.

En cuanto al color elegido para identificarla no surge al azar. Antes bien, obedece a que el naranja se asocia tradicionalmente al conocimiento, la cultura, la creatividad, y por extensión a la industria del entretenimiento, considerando en ella a la industria editorial, la cinematográfica, la música, las artes visuales y escénicas, la televisión, radio,  el software; la industria lúdica, audiovisual y de videojuegos, la moda, el patrimonio cultural, artístico, arquitectónico e inmaterial y, en definitiva, la cultura en todas sus acepciones. Y el resultado comienza a palparse en algunos lugares del planeta, porque aquellas naciones que impulsan la economía naranja, además de los ingentes beneficios económicos,  gozan del valor añadido de disfrutar de sociedades caracterizadas por una mayor calidad de vida general y mayores garantías sociales y políticas que aquellos Estados que prescinden de esta modalidad industrial y económica.

Como ejemplo  podría mostrarse el impacto de esta tendencia en Colombia. Con base en un Plan Nacional de Desarrollo, Colombia estableció en 2019, el llamado Pacto por la identidad y creatividad, buscando el fomento de la economía naranja,  así como la protección y promoción de su cultura, a través de la estrategia Colombia Crea 2030, proponiendo distintas estrategias procedimientos que culminen en el avance en la economía naranja, partiendo de  la implementación de  diferentes políticas públicas.
Valorarlo desde una perspectiva más local es mucho más fácil desde el confinamiento al que están sujetas la Comunidades Autónomas, y su repercusión en la economía generada alrededor de la Semana Santa. Con independencia de la libertad religiosa y que nadie está obligado a participar de sus ritos, sólo ahora, incluso los más recalcitrantes ateos, comienzan a comprender la riqueza que el cristianismo aporta a las arcas públicas y  privadas, por muy criticada que sea la Iglesia.

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