Opinión

El meollo

Tras un tsunami fallido en Murcia que le puso al PP los pelos como escarpias mientras el PSOE se frotaba las manos convencido de haberse llevado el gato al agua, derivando en la disolución del parlamento y la convocatoria  de elecciones autonómicas en Madrid, subyacen realidades dignas de análisis. A fin de sacar conclusiones objetivas, conviene revisar la democracia como concepto y su evolución en el tiempo. Desde la Grecia clásica, hace tres mil años, se sustentó en un modelo mixto donde una asamblea popular, con voz de un grupo exiguo de ciudadanos elegidos por sorteo, y un claustro de magistrados designados por elección, se decidía el devenir del pueblo. 

A ese esquema,  extinto con el fin de la República de Roma, le sucedería el tipo liberal surgido con la Revolución Francesa y la Independencia americana, mediante un sistema representativo que, evolucionando desde el siglo XVIII, ha dado lugar al actual modelo democrático. Este régimen, denominado representativo, es fruto de una compleja discusión y desarrollo: desde los distintos métodos de escrutinio buscando ser un reflejo asjutado de la voluntad popular, a la idea intrínseca de representación, no basada en una delegación de voto ni en la transmisión de un poder notarial otorgado a nombre del candidato, al ser utópico cumplir los deseos individuales de cada elector. De este modo, el libre designado no actúa en nombre de quienes lo apoyaron con sus papeletas -que sería incuantificable-, sino que responde al interés general desde la lealtad a su formación política. De ahí que no se le pueda reclamar responsabilidad por el incumplimiento de sus compromisos electorales, castigándose la falta con el rechazo a la reelección. 

Estas omisiones han terminado por generar el descontento en el electorado. Así, al inicio del siglo XXI, el sistema de representación basado en partidos entra en crisis, surgiendo nuevos actores en el mapa que propugnan modelos alternativos. Grupos sociales que interactúan con la opinión pública al margen de las formaciones tradicionales, buscando ocupar su espacio parlamentario. Desde organizaciones más o menos pacíficas como “Stop desahucios” a otras de carácter violento como las responsables de las revueltas en Cataluña, intentando desbancar al poder y a la soberanía popular, ha dado como resultado la fragmentación de un voto que se disemina dficultando la gobernabilidad, sustentada en coaliciones insolubles. La consecuencia es una confrontación ciudadana jaleada por extremistas que buscan su propio beneficio. 

Basta consultar la historia para observar los paralelismos con el ascenso al poder del socialismo naconalista de Hitler. La Noche de los Cristales Rotos es el mejor ejemplo: la insurrección de una minoría de exaltados -entre los que figuraban a partes iguales insurgentes y delincuentes comunes- promovida por los aspirantes a apodererse del parlamento alemán, quienes con el uso de la violencia intimidadron a sus oponentes o detractores, rompieron escaparates, saquearon comercios y, enfrentándose a las autoridades, sembraron el caos y la destrucción. Este episodio debería hacer recapacitar a los incautos a la hora de clasificar las cosas. Miren al Parlamento de España y observen con atención entre los distintos partidos, quiénes exigen en cumplimiento de la Constitución y la legalidad, y quién alienta mediate mensajes telefónicos a  hordas de antisistemas organizados con una logística impecable, reclutados para destrozar pavimentos, escaparates; saquear comercios, destruir el patrimonio público y privado, desde el mobiliario urbano hasta las vidrieras centenarias del Palau de la Ópera de Barcelona, y taer la discordia. Ahora vuelva a mirar  a La Moncloa y, sin dejarse engañar por la acusación baladí de los agitadores, al hablar de fascismo cerciórese de señalar en la direccón correcta hacia los radicales que quieren destruir el país.

Pero el meollo del asunto, la verdadera enjundia, el tuétano de este hueso difícil de roer en Madrid, no está en el partido que a la postre gane los comicios, sino en cuántos alcancen representación y cuáles desaparezcan. Porque lo que está en juego es saber si la democracia regresa con un modelo aproximado al bipartidismo o al mosaico de bandos fanáticos y destructivos, y en cuánto tardarán éstos en alentar disturbios, ahora en la capital, por no conseguir una mayoría en las urnas.

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