Opinión

Falsa seguridad

La comunidad científica -y más en concreto la sanitaria-, hace ya tiempo que viene denunciando la falsa sensación de seguridad que muestra Occidente ante la enfermedad, como consecuencia de los avances médicos y farmacológicos. El foco de atención puesto en los antibióticos, cuyo consumo arbitrario e indiscriminado obligó a impedir su adquisición sin receta médica, ha llevado a que parte de estos fármacos haya perdido eficacia frente a infecciones simples, antes fáciles de atajar. Esa confianza negligente es la que gravita ahora alrededor de la vacuna contra el covid, al mostrar el espejismo de que, disponiendo del remedio, todo está solucionado. 

Pero lejos de tal eventualidad, la evidencia manifiesta que lo que realmente sucede es que todo está descontrolado. Con independencia de que sean las autoridades sanitarias de la Unión Europea o la OMS quien certifique la eficacia y seguridad del agente inmunizador, aún resta el esfuerzo logístico de su distribución, almacenamiento y administración, algo que no se llevará a cabo de manera mágica ni instantánea, al requerir un lapso imprescindible de tiempo. A esto se añade que la disponibilidad inicial busca suministrarla a 2,5 millones de ciudadanos.

Queda sobre la mesa la espinosa cuestión de cuantos la padecieron y ahora no registran anticuerpos, y por otro lado la potencialidad de propagación que pueda suponer la población inmunizada al transitar a positivos asintomáticos, ya que esa es una probabilidad más con la que hay que contar. Todo ello a pesar de que, con bastante acierto, las actuales estadísticas apunten a que el total de infectados ronde el 10% de la población, es decir, unos 4.700.000 ciudadanos, y no sólo el prácticamente 1.800.000 de confirmados a día de hoy mediante pruebas PCR. De ahí que voces autorizadas planteen que la tercera ola va a ser mucho más dura, ya que el grado de transmisión es exponencial.

En medio de esta debacle queda valorar, cuando todo esto termine, los daños físicos, mentales, sociológicos, económicos, industriales y políticos en que pueda quedar sumido el país, ecuación cuya incógnita aún es temprano para despejar.

No obstante, lo cierto es que los confinamientos ya están pasando factura. Por un lado la vulneración llevada a cabo por distintos ciudadanos que, desafiando las normas impuestas por las autoridades sanitarias, se arremolinaban alrededor de algunos bares cuando estaba prohibido. O el caso aislado y cercano de algún hostelero que colocó unas mesas delante de la puerta, a modo de barra, y servía las cervezas con copa de cristal y no con vaso de papel o plástico, lo que evidenciaba un comercio abusivo bajo la prohibición.

Mientras en el Reino Unido la situación arrecia por la aparición de una variante inédita del virus, Alemania u otros países imponen prohibiciones ante el riesgo de colapso, a la par que otras naciones estudian nuevos restricciones. En España distintas Comunidades Autónomas aplican más cierres perimetrales en sus territorios y restringen reuniones en diversidad y número, valorando la alternativa de obligar a paralizar muchas actividades laborales y comerciales.

Bajo esta realidad, y ante la amenaza de paralizar una vez más a la ciudad de Ourense por el incremento de infectados, ayer se podía caminar por alguna calle del casco noble como testigos de la irresponsable evidencia de filas interminables de mesas en las terrazas, sin una distancia superior a 20 centímetros entre ellas, repletas de comensales -de cien para arriba- sin mascarilla.

Si la ciudadanía no reacciona y asume de una vez su obligación el futuro estará escrito, sin necesidad de agoreros ni bolas de cristal. Basta invocar la responsabilidad individual para, como Emiliano Zapata, guardar la hora decisiva, el momento preciso en que los pueblos se hunden o se salvan. Porque el futuro no se lloriquea: se construye hoy.

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