Opinión

Hegemonía

La humanidad ha sido testigo de diferentes naciones que han intentado ensanchar su influencia en el mayor ámbito posible. Imperios como el romano, el mongol o persa; el portugués, el español y el inglés, o la tiranía expansionista de la Francia napoleónica, el III Reich o Japón, ha llevado, tras el fin de la II Guerra Mundial a un nuevo equilibrio de fuerzas, dentro de la anarquía que suponen las Relaciones Internacionales.

Fruto del conflicto bélico más brutal de la historia, los Estados Unidos se alzaron como el país que ejerce su supremacía sobre los demás. O al menos así fue mientras el mundo industrializado se debatía en un conflicto diplomático permanente con los países del segundo mundo, conformado por la URSS y sus repúblicas populares satélites. Pero una vez derribado el Telón de acero surge una nueva organización del Globo, en la que Rusia, India, la Unión Europea y China, se disputan la hegemonía mundial con América, en una carrera en la que todo vale.

Calamidades como la pandemia han puesto el acento sobre una nueva apreciación del mundo. De ahí que se esté dando una controversia por el control geopolítico, con un pulso que conduce a palabras cada vez más altas entre los actores que aspiran a liderar el nuevo momento histórico. Pero pese a que el mundo ha dado un giro de 180 grados, la gran falacia de la globalización no es más que un espejismo. Un invento gestado por un grupo de macroempresas  que, apoyándose en las tecnologías de la información y comunicación -aprovechando la posibilidad de obtener información o comunicarse a nivel individual con cualquier otra persona casi instantáneamente gracias a Internet-, buscan auparse por encima de los gobiernos legítimos, eludiendo someterse a sus respectivas legislaciones, en un intento de campar a sus anchas. 

Si la globalización fuera real, a estas horas prácticamente ya no existirían diferencias culturales, políticas ni económicas entre países, suponiendo un sonado paralelismo entre vivir, por ejemplo, en un estado miembro de la Unión Europea, uno del Mercosur latinoamericano, o cualquier integrante de la Unión Africana. Pero nada más lejos de una palmaria realidad donde se dan desigualdades astronómicas como del día a la noche entre el Producto Interior Bruto, el poder adquisitivo, la renta percápita, los hábitos los de consumo, la justicia, la sanidad, el acceso a la educación, etc., entre Bélgica, Guinea Ecuatorial o Corea del Norte.

Si hay algo que de manera objetiva nos ha enseñado el bicho de Wuhan, además de sus filosas garras, es que la exigüidad del orbe, o dicho de otro modo, la mundialización, es decir, lo breve y minúsculo que es cada día más el planeta, cuya red de comunicaciones ha dado como resultado que, donde antes el aleteo de una mariposa podía convertirse en un huracán en las antípodas, en estos momentos, ese revoloteo puede suponer un ciclón en el corazón mismo del insecto.

Esta es el escenario donde aflora la pugna más abierta, centrada en el combate verbal y diplomático entre Estados Unidos y China. El covid-19 y la actitud frontal contra la OMS del anterior mandatario estadounidense Donald Trump, le dio alas a Pekín para financiar con 2.000 millones a Latinoamérica, recabando su simpatía con la llamada “diplomacia de las mascarillas”. Mientras la vicepresidenta ejecutiva de la Comisión Europea,  Margrethe Vestager, manifestaba su rechazo a la presencia de China en Europa.

Las distintas sanciones de EEUU y la UE al gigante asiático por el presunto exterminio de la etnia  uigur no es más que un argumento para contener sus ansias expansionista, mientras China se revuelve contestando con más puniciones y alimentado un etnocentrismo interior que genera el rechazo hacia Occidente. Rusia en tanto no da señal de vida, mientras Irán se sacude el polvo del veto atómico e India amaga con un sorpaso a Turquía. Está claro que los ejes mundiales están mudando, y que vamos a tener que habituarnos a una nueva multilateralidad.

Te puede interesar