Opinión

Hijos de la ira

Nuevamente un maremoto emocional ha sacudido las conciencias occidentales al ver la imagen de un niño en estado de shock, con la cara cubierta de una mezcla de sangre y arena, en el contexto del conflicto bélico que asola Siria.

Por segunda vez los europeos se sienten compungidos por la desgracia infantil, como el caso del tristemente célebre Aylan Kurdi, cuya fotografía ahogado en una playa de Turquía dio varias vueltas alrededor del mundo hace ahora un año, enterneciendo por unos días los corazones más indolentes, aunque soslayando que hasta abril de 2016, la cifra de pequeños exiliados sirios cuya vida se cobró el Mediterráneo ascendía ya a 357, un número que para una mayoría poco significa, pese a que se repita como un mantra contra la moral de quienes, pudiendo intervenir, han decidido mirar hacia el otro lado.

Porque esta es la realidad del país de Oriente Próximo, un conflicto en que que se debaten desde hace cinco años las fuerzas gubernamentales contra los aspirantes al gobierno, pasándose por el forro la existencia y las necesidades de sus casi 23 millones de habitantes, mientras un tercer elemento en discordia, el Estado Islámico, aprovecha el río revuelto para hacer ganancia de pescadores.

Pero en el fondo de la conflagración sobreviven las víctimas siempre olvidadas, los más vulnerables y débiles, los niños, una población que después de un lustro de guerra han transitado de la infancia a la edad adulta, soslayando una adolescencia por las duras, dando lugar a una generación de desheredados cuyo mayor patrimonio es la devastación, la muerte, la tropelía, el rencor abstracto y el odio ciego, siendo los candidatos perfectos a una inmensa horda de psicópatas en potencia, dispuestos a resolver cualquier disputa como lo han visto hacer por sus mayores, con la más contundente y brutal violencia, por la fuerza de las armas.

Este es el panorama que gravita sobre Siria, pero también la amenaza a la que no dejan de estar expuestos todos los países que se constituyen el blanco de una aversión cimentada en la diferencia cultural, social, política y religiosa. Ahí está el germen de lo que tanto asusta a Occidente, porque con el devenir del tiempo, cada uno de esos pequeños se considerará con razones sobradas para reclamar los daños sufridos a un mundo industrializado, cuya responsabilidad entre los contendientes es harto discutible.

Mientras sus gobernantes se enzarzan con una guerra civil cuya meta es ejercer el poder obviando a su propio pueblo, los combatientes se aúpan con programas propagandísticos que culpan de su avaricia a una Europa que, además de no dar abasto en asilarlos, apenas tiene margen de maniobra. Mientras Estados Unidos ha obligado al régimen de Bashar Al-Ásad a acercarse a sus posturas, Rusia intenta frenar por las armas lo que Europa reprocha con la boca grande, tolerándolo con la pequeña.

Queda claro que en este clima, y ante la posibilidad de que el conflicto se demore por décadas si la ONU y las potencias internacionales no intervienen de una vez poniéndole freno, para cuando se quiera rescatar a la población civil, apenas se consiga darse de bruces con un ejército de adolescentes hostiles, dispuestos a saciar en Occidente su sed de venganza.

Hoy es más urgente que nunca imponer la paz, recuperar el país y rehabilitar a una población cuyo sufrimiento ya ha tocado el límite. Es imprescindible reconstruir la nación en lid para aportar educación, educación y más educación, creando ciudadanos felices y exhortando terroristas latentes, porque la paz y la educación son las más poderosas fuerzas morales que permiten la transformación social.

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