Opinión

Invisibles

Jehosuhá, Miriam y Joseph, en la lengua original, o Jesús, María y José, para entendernos mejor, son, según el relato de las Escrituras, los integrantes de la familia que, en una tierra ocupada y para cumplir un trámite administrativo, se vieron empujados a un viaje para el que carecían de destino seguro. Luego de deambular sin hallar techo, negándole refugio allá donde preguntaban, finalmente se acogieron en una cueva de pastores donde el acomodaron al niño en el pesebre.

Esta es en términos prácticos la odisea de un matrimonio y su pequeño, durmiendo donde mejor pudieron y tapando al crío con cartones para que no muriera de frío. Ya, seguro que muchos pensaban en la Sagrada Familia. Pero no, se trata de unos infelices exiliados sirios que, huyendo de la ocupación de su territorio, por un trámite administrativo impuesto por Estado Islámico, se vieron empujados a deambular por parajes hostiles hasta alcanzar la isla de Lesbos, en la incertidumbre de estar en tierra de nadie.

Así la historia tiene una extraña forma de repetirse, sin que parezca despertar la menor compasión entre aquellos que se llenan la boca deseando paz y amor al mundo. De un tiempo a esta parte, la humanidad avanza sorda, a bofetada limpia de la mañana a la noche con Pepito Grillo.

Aunque la desidia va más allá. Se instala allá donde habitan los invisibles, aquellos olvidados del mundo que se cruzan siempre ante nuestros ojos sin que nadie los perciba: el necesitado que hurga en los contenedores de basura en busca de cualquiera deshecho que lo alivie, o el muchacho que se desgañita delante de la iglesia pidiendo para comer. Ayer un indigente se rascó el bolsillo para echar una limosna en el sombrero de un mendigo, mientras pasó ante él un río impasible de gente.

Pero a nuestro alrededor pululan más invisibles, no necesariamente solicitando una dádiva sino consideración. Desde el parapléjico con las manos enzurulladas al mancharse las ruedas de su silla, porque un incivilizado no recogió las heces de su perro, hasta las personas con discapacidad intelectual, excluidas de participar en festivales y certámenes donde el resto del mundo canta y baila. Una discriminación que los relega a una vida de dependencia, cuando la comunidad podría esforzarse en integrarlos y dignificarlos al convertirlos en elementos activos de la sociedad.

Cualquiera de estas acciones, denominadas caridad, son conductas que deberían asumirse como derechos. Sentirnos agradecidos por ayudar en lugar de necesitar ayuda, nos haría recordar que hay casas donde no hay calefacción pero sí calor humano. Donde no hay pavo pero hay alegría. Donde no hay juguetes ni regalos pero hay amor.

Ahora que es Navidad e invocamos buenos deseos, me gustaría pedir que la celebración durase todo el año. Que nuestra conciencia no nos deje descansar hasta que entendamos que hay de sobra para todos. Que el único freno a la abundancia es una mala gestión de la riqueza. No hace falta sacarle nada a nadie ni renunciar a nada: es suficiente con generar riqueza en el origen de la pobreza. Un año más, mis queridos convecinos, os deseo felices fiestas.

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